miércoles, 18 de septiembre de 2013

Oporto

 Nuestra entrada en tierras portuguesas se hizo por Lisboa, pero el viaje de vuelta partía del aeropuerto de Oporto. Esta hábil jugada nos permitió, no sólo ahorrarnos unos cuantos euretes, sino también visitar otra ciudad. Y no una cualquiera, ya que Oporto es una auténtica joya.
 Estábamos un poco temerosos, ya que no sabíamos dónde nos iba a dejar el autobús que habíamos cogido en Braga, y preveíamos una compleja búsqueda del alberge en una ciudad tan populosa. Tras unos minutos de desconcierto, nos pudimos situar para darnos cuenta de que el alojamiento no andaba lejos. A los 15 minutos ya estábamos enfrente de un edificio antiguo, pero bien restaurado.      
 Una amable recepcionista nos atendió en español (así cualquiera) y pudimos comprobar que nuestras habitaciones (compartidas) contaban con muchos métros cúbicos per cápita. Pero Oporto nos esperaba, así que no pudimos emplear mucho tiempo en comprobar las bondades del albergue.
Tras visitar un museo (por supuesto gratuito) de la historia de las monedas portuguesas y alguna calle céntrica, buscamos un lugar donde comer. Nos habían avisado que en los restaurantes lusos, como no vayas con cuidado, te las meten dobladas. Pero ni siquiera avisados y con nuestro "niunclavelismo" a cuestas pudimos evitar el momento más crítico de nuestra estancia en el país hermano. 
 Elegimos una pastelería-restaurante (fórmula muy común por estos lares) que ofertaba unos suculentos platos combinados por 3 euros y medio. Como moscas a la miel acudimos al reclamo, pero tan apetitoso manjar se convirtió en un campo minado. Nada más sentarnos nos sacaron un plato de aperitivos y una bandeja con pan. Allí ya tendríamos que haber puesto pie con pared y rechazarlo, pero teníamos un hambre canina. A la hora de pedir, el camarero nos fue presionando sutilmente. Así, al solicitar el plato de 3,5 euros, nos preguntó si lo queríamos grande. También intentó convertir dos copas de vinho verde en una botella. Buenos chicos nosotros, que andamos media hora con maletas para ahorrarnos un par de euros, para caer en tan burdas trampas. La verdad es que el plato combinado estaba muy bien, sobre todo por ese precio. Para el postre pedí uno de mis favoritos, la "baba do camelo". Ante su ausencia nos pedimos un "Molotov",que resultó ser un merengue de descomunales proporciones. Después de todo esto, no me quedaba sitio para la sopa que había pedido, pero no me habían traído.
 Las cuentas de la lechera al entrar eran: dos platos de 3,5 €= 7 euros. Pero si le sumábamos el postre y la bebida, el montante teórico frisaba los 14 euros. Aunque la atmósfera del lugar me hacía temer la encerrona que nos prepararon: 21 euros y medio. Dicho así no parece una gran clavada (realmente tampoco lo es), pero cobrar 21 en vez de 14 supone un 50% más. Antes de que mi amigo pagara le eché un repaso a la nota. Voilà! Nos habían cobrado la sopa que no nos habían traído. Se lo expliqué al empleado y, supongo que sabiendo que aún así nos la seguían colando, no rechistó y nos cobró 20 justos. Pagamos y salimos. Aún me quedé rumiando y estudié el ticket a fondo. Todo parecía correcto, hasta que vi un concepto que no entendí por el que habían cargado 6 euros. Volví a preguntar y me dijeron que eso eran los aperitivos, que por cierto, no habíamos pedido. Ya no me quedaron fuerzas para seguir rascando y nos fuimos. En media hora se había derrumbado la gran imagen que me había formado de Portugal y sus gentes en una semana.
 Ser "ni un clavel" tiene indudables ventajas. Pero hace que, habiendo comido bien por 10 euros acabes con un gran disgusto. En realidad no nos gustó la estrategia del lugar, que cobra cosas a precios de risa (el Molotov sólo valía 2 euros), pero compensa endosándote extras abusivos.
Afortunadamente, la belleza, un tanto anárquica de la ciudad, nos hizo resarcirnos rápidamente de este disgusto. Nos dirigimos al río Duero atravesando callejuelas estrechas y destartaladas, aunque de indudable encanto. Un espectacular puente metálico, diseñado por Gustave Eiffel une las dos orillas. En la margen izquierda se encuentran numerosas bodegas que producen el famoso vino Oporto. Visitamos una (la única gratuita, según nos comentaron en el hostel), pero no nos quedamos a catar. Yo soy más de sidra, cerveza o vinos jóvenes.
 Se acercaba la hora del ocaso y se me ocurrió una idea. Según el plano de la ciudad, en la zona de la desembocadura del Duero, había unas playas. Pero lo mejor de todo es que estaban en dirección oeste, lo cual quiere decir que el astro rey iba a ocultarse en el mar. Tamaño espectáculo es algo que no estoy acostumbrado a presenciar. En Salou el atardecer se produce a espaldas del mar.
Se trataba de una caminata considerable, así que mi amigo se lo pensó. Al final, el poder presenciar tamaño espectáculo se impuso al cansancio y me acompañó. El paseo resultó muy agradable, siempre a orillas del río presenciando bellos paisajes a caballo entre lo fluvial y lo urbano. Tras un par de horas, conseguimos llegar a mar abierto. Me sentí poco más o menos como Núñez de Balboa cuando llegó al Pacífico. Cuando quedaban sólo unos minutos para el momento cumbre, unas traicioneras nubes se instalaron en el horizonte para abortar el espectáculo. En ese momento le dije a mi amigo una frase de la que, un tiempo más tarde me desdeciría: "Las personas humildes no podemos tener sueños".
 Para volver al centro, segumos rumbo norte hasta el barrio Matosinhos, donde cogimos el metro, no sin antes emplear un buen rato en encontrar la estación. Es lo que tiene hacer turismo en zonas no turísticas.
 Esa noche volvimos a acercarnos al Duero. La imagen de las casas iluminadas desde el puente es impresionante. Con ella nos fuimos a dormir a nuestra séptima cama en siete días (dicho así parece que seamos unos Casanovas).
 Nuestro viaje casi llegaba a su fin. A la mañana siguiente nos despedíamos de Portugal.

1 comentario:

David dijo...

Soy un amante de los viajes y por eso disfruto de ir a nuevas ciudades en cada vacaciones. Constantemente busco algun Alojamiento barato, ya que lo que mas quiero es ir a una ciudad nueva y no me importa el lugar donde me aloje