miércoles, 3 de septiembre de 2014

Viena

 Mi siguiente destino iba a ser Viena, la capital del vals. Aunque cuando la visité no dejaban de acudir a mi mente las notas del genial tema compuesto por Anton Karas para la película "El Tercer Hombre".
 Allí tenía previsto encontrarme con un amigo que me iba a acompañar el resto del viaje. Para hacer tiempo hasta nuestro encuentro fui al albergue a dejar la mochila. Esta vez no tuve ningún problema para acceder al mismo, ya que se encontraba a menos de 10 minutos de la estación de tren. 
 A diferencia de lo que hizo Orson Welles en el Tercer Hombre, me presenté a la cita, y me junté con mi amigo en la estación un rato después.
 No había tiempo que perder, así que enseguida enfilamos el camino hacia el centro de la ciudad. Poco a poco, los edificios residenciales fueron dando paso a los jardines y palacios, de los que la capital austriaca está más que bien servida. La verdad es que el centro histórico es como un museo al aire libre de colosales proporciones.
 Ya en el ocaso, llegamos a una plaza llena de chiringuitos de comida. Pero hasta en esto los austriacos son elegantes. "Fast-food" de diseño, con precios nada populares.  Por lo visto se celebraba un festival en el que se proyectaban espectáculos musicales en una pantalla de cine al aire libre. Esa noche se trataba de una ópera de Richard Strauss en alemán. La música clásica me gusta, pero eso era para melómanos muy avezados, así que presenciamos el espectáculo unos 10 minutos y nos fuimos en busca de emociones menos elevadas, hasta que nos cansamos de patear y volvimos al albergue.
Allí nos esperaba un compatriota a punto de dormir, que se sorprendió mucho cuando adiviné su procedencia asturiana. Es que el uso del "ye" en vez de "es" ye muy evidente...
Al rato vinieron otros 3 compañeros transalpinos (dos féminas y un varón) que completaban el quinteto de huéspedes, y que no tuvieron recato en enceder las luces del cuarto para orientarse. Definitivamente, las nuevas generaciones están perdiendo las maneras.
 El día siguiente fuimos a a visitar el palacio de Schönbrunn, un majestuoso edificio, antigua residencia de verano de la familia imperial, que cuenta con unos jardines que poco tienen que envidiar a los de Versalles. Tanta belleza no puede pasar desapercibida, por lo que la afluencia de turistas era considerable. Siguiendo nuestra astuciosa política niunclavelista, hicimos una breve visita por los lugares de libre acceso. Cansados de tanto ambiente aristocrático, tomamos el metro y nos dirigimos a un lugar totalmente antagónico. Se trataba del Karl-Max-Hof, un gigantesco edificio de viviendas construido en los años 20 por el gobierno socialdemócrata de la ciudad, pensado para dar alojamiento a las grandes masas obreras que malvivían en Viena por aquel entonces. Aunque no sea muy alta, la construcción es impresionante, sobre todo teniendo en cuenta que su perímetro tiene una longitud superior a un kilómetro.
 Dando un nuevo golpe de timón, dirigimos nuestros pasos a Grinzing, un pueblecito incorporado a Viena que se caracteriza por tener un gran número de bares típicos que producen y venden su propio vino. Nosotros no los catamos, sino que nos limitamos a pasear por tan bucólico escenario hasta que tomamos un viejo tranvía que nos acercó a nuestro siguiente destino. Se me había antojado ir a visitar unos edicificios de la ONU que había en la otra punta de la ciudad. La verdad es que cuando compro un billete día, como era el caso, acaba echando humo invariablemente.
 Más que ver los edificios en sí, que eran rascacielos modernos sin más, me apetecía ver el trajín de diplomáticos que esperaba encontrar. Nada más lejos de la realidad. Cuando llegamos, las oficinas estaban cerrando y no se permitía el acceso al interior de los edificios. A falta de ejecutivos trajeados, nos encontramos con una manifestación muy colorista de súdbitos de algún país del Medio Oriente que no pude identificar.
 No estábamos lejos del mítico Danubio, así que nos encaminamos hacia él y lo atravesamos por un estrecho puente peatonal. La verdad es que el río es ancho e imponente. Pero no es menos cierto que está un poco "guarrete" y dista bastante de ser tan azul como Johan Strauss lo pintaba.
 Todo aquel que haya visto "el Tercer Hombre" y visite Viena no puede dejar de visitar el Prater y su icónica noria. Eso sí, seguro que los protagonistas no pagaron 9 euros por subirse a la misma, y por eso nos quedamos a las puertas. El resto del parque de atracciones tampoco desmerecía, así que dimos por bien empleada la visita.
 Ya de vuelta al centro, nos comportamos como si fuéramos unos turistas cualesquiera (es curioso cómo la mayoría de turistas no quieren que se les etiquete como tales, aunque no dejan de hacer cosas típicas de turistas) y nos hicimos una foto en la célebre y dorada estatua del gran Johan Strauss tocando el violín.
 En un día y medio nos habíamos ventilado Viena. También se pueden visitar museos, palacios, comer tranquilamente, parar a echarse un café (vienés a ser posible)... Pero para ello nos harían falta 4 ó 5 días que no teníamos (o que preferimos emplear viendo otras ciudades). Así que a la mañana siguiente no nos conformamos con atravesar el Danubio, sino que lo utilizamos como vía de transporte para internarnos en el Este de Europa.




 

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