Aprovechando que este año el día de
San Jorge caía en jueves y disponía de un jugoso puente, decidí
aprovechar para montarme un viaje de cierta enjundia. Es buena idea
aprovechar las fiestas locales para conseguir buenos
precios. Tras ver que el vuelo a Estambul tenía un coste
competitivo, y se podía coger bien desde Barcelona, no dudé en
reservar el billete.
Me habían hablado muy bien de la ciudad. Además
de ello, tenía un especial interés en pisar tierra asiática por
primera vez en mi vida.
Desde hace un tiempo se exige visado
para entrar en Turquía. No deja de ser un formulismo con afán
recaudatorio. Es una tentación muy fuerte para un estado apretarle
un poco las tuercas al turista para sacarle un poco más de dinero.
Pero no da una buena imagen del país y en muchos casos puede ser
contraproducente. En este caso la tarifa de 20 € se puede
considerar asumible y echará a poca gente para atrás.
Tras sobrevolar el bello Mediterráneo
de oeste a este, una gigantesca megápolis apareció a ambos lados del Bósforo.Y es que 14 millones de habitantes son muchos habitantes.
Había tomado la precaución de cambiar
una pequeña (la menor posible) cantidad de euros a liras turcas en
el aeropuerto de Barcelona. La vergonzante ratio del aeropuerto del
Prat pasó a una mucho más razonable en el aeropuerto Sabiha Gökcen, que aún se veía mejorada en el centro de Estambul (que fue donde cambié el grueso del dinero que llevaba).
Moraleja: Un niunclavelista no debería cambiar divisas en el aeropuerto de Barcelona si quiere seguir dentro de este selecto grupo.
Al subirme en el autobús que lleva al
centro, un joven pasajero me preguntó en perfecto castellano si
tenía mi asiento libre. Le pregunté con extrañeza si tenía tanta
cara de español, pero me aclaró que “se había quedado con mi
cara” en el avión. Mi nuevo compañero de autobús resultó ser de
Zaragoza, con lo cual, gran parte del embrujo oriental que esperaba
que me envolviera en mi destino, quedó difuminado.
Tras casi una hora de trayecto urbano,
el autobús nos dejó junto a la gigantesca plaza Taksim, donde me
despedí de mi compañero maño, aunque con la intención de
encontrarnos más adelante.
El paseo hasta el albergue me permitió
tomarle el pulso a la ciudad, una extraña, aunque sugerente mezcla
de oriente y occidente, con una desbordante vitalidad.
En el albergue se daba la anécdota de
que la única persona que hablaba la lengua local era un alemán de
origen otomano. El resto de los huéspedes que había alojados en ese
momento eran extranjeros y el recepcionista, brasileño. Así,
cuando llamaban un turco por teléfono, el recepcionista requería
los servicios del huésped alemán, que no dudó tampoco en hacer las
llamadas pertinentes para solucionar un incidente que tuvieron dos
neoyorquinas con una tarjeta de crédito.
Una vez aposentado, me lancé a
descubrir Estambul. Llevaba muchas horas sin probar bocado, así que
primando el hambre física al cultural, di buena cuenta de una mazorca
de maíz adquirida en un puesto callejero. No estaba mal, aunque me
resultó un tanto indigesta.
Me adentré por unos callejones
durísimos totalmente desiertos, pero con síntomas de haber vivido
una gran actividad comercial durante el día. Se trataban de las
calles aledañas al Gran Bazar, que me condujeron a las
inmediaciones de una colosal mezquita. El almuédano estaba llamando
a la oración y me acerqué. Cientos de fieles estaban entrando y me
sumé a la comitiva, no sin cierta precaución. Era la primera vez
que visitaba una mezquita y me impresionó la atmósfera del
lugar. Dado que mi devoción por Mahoma y sus enseñanzas es
discutible, no estuve mucho tiempo en el interior.
Seguí andando en dirección sur
cuando llegué a unas calles repletas de vendedores ambulantes. No
sería nada extraordinario si no fuera porque pasábamos ampliamente
de las 10 de la noche. Allí empecé a darme cuenta que Estambul es
la ciudad con mayor número de comerciantes por metro cuadrado (y de
los más insistentes).
Puente Gálata |
Ya de vuelta, y junto al famoso Puente
Gálata, tras haber digerido por fin la mazorca de maíz, tenía el
estómago listo para otra “delicatessen” local. Se trataba de un
bocadillo de caballa fresca hecha a la plancha en un
barco-restaurante que estaba delicioso.
No había estado mal como toma de
contacto de la ciudad. Un extraño y persistente ruido, aparte de un
devoto compañero de habitación, duro de oído, que se levantó para
orar al alba al tercer intento de su alarma, hicieron que no
descansara muy bien. Pero a la mañana siguiente, la perspectiva de
tener todo el día para recorrer una ciudad tan apasionante como
Estambul, me dio las fuerzas y el ánimo que necesitaba.
2 comentarios:
Extraordinaria crónica, como la ciudad de la que hablas.
Me queda una duda, ¿los aragoneses no sois todos maños?
Gracias Gus.
Según la R.A.E., los maños son los naturales de Aragón. Aunque por Huesca se suele circunscribir exclusivamente el adjetivo a los habitantes de Zaragoza.
En todo caso, dado que mis orígenes hunden sus raíces en el antiguo Reino de León, quizá no sea la persona más indicada para solucionar tu duda.
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