viernes, 3 de julio de 2015

Estambul (I)

 Aprovechando que este año el día de San Jorge caía en jueves y disponía de un jugoso puente, decidí aprovechar para montarme un viaje de cierta enjundia. Es buena idea aprovechar las fiestas locales  para conseguir buenos precios. Tras ver que el vuelo a Estambul tenía un coste competitivo, y se podía coger bien desde Barcelona, no dudé en reservar el billete. 
 Me habían hablado muy bien de la ciudad. Además de ello, tenía un especial interés en pisar tierra asiática por primera vez en mi vida.
Desde hace un tiempo se exige visado para entrar en Turquía. No deja de ser un formulismo con afán recaudatorio. Es una tentación muy fuerte para un estado apretarle un poco las tuercas al turista para sacarle un poco más de dinero. Pero no da una buena imagen del país y en muchos casos puede ser contraproducente. En este caso la tarifa de 20 € se puede considerar asumible y echará a poca gente para atrás.
Tras sobrevolar el bello Mediterráneo de oeste a este, una gigantesca megápolis apareció a ambos lados del Bósforo.Y es que 14 millones de habitantes son muchos habitantes.
Había tomado la precaución de cambiar una pequeña (la menor posible) cantidad de euros a liras turcas en el aeropuerto de Barcelona. La vergonzante ratio del aeropuerto del Prat  pasó a una mucho más razonable en el aeropuerto Sabiha Gökcen, que aún se veía mejorada en el centro de Estambul (que fue donde cambié el grueso del dinero que llevaba). Moraleja: Un niunclavelista no debería cambiar divisas en el aeropuerto de Barcelona si quiere seguir dentro de este selecto grupo.
 Al subirme en el autobús que lleva al centro, un joven pasajero me preguntó en perfecto castellano si tenía mi asiento libre. Le pregunté con extrañeza si tenía tanta cara de español, pero me aclaró que “se había quedado con mi cara” en el avión. Mi nuevo compañero de autobús resultó ser de Zaragoza, con lo cual, gran parte del embrujo oriental que esperaba que me envolviera en mi destino, quedó difuminado.
Tras casi una hora de trayecto urbano, el autobús nos dejó junto a la gigantesca plaza Taksim, donde me despedí de mi compañero maño, aunque con la intención de encontrarnos más adelante.
  El paseo hasta el albergue me permitió tomarle el pulso a la ciudad, una extraña, aunque sugerente mezcla de oriente y occidente, con una desbordante vitalidad.

 En el albergue se daba la anécdota de que la única persona que hablaba la lengua local era un alemán de origen otomano. El resto de los huéspedes que había alojados en ese momento eran extranjeros y el recepcionista, brasileño. Así, cuando llamaban un turco por teléfono, el recepcionista requería los servicios del huésped alemán, que no dudó tampoco en hacer las llamadas pertinentes para solucionar un incidente que tuvieron dos neoyorquinas con una tarjeta de crédito.
  Una vez aposentado, me lancé a descubrir Estambul. Llevaba muchas horas sin probar bocado, así que primando el hambre física al cultural, di buena cuenta de una mazorca de maíz adquirida en un puesto callejero. No estaba mal, aunque me resultó un tanto indigesta.
 Me adentré por unos callejones durísimos totalmente desiertos, pero con síntomas de haber vivido una gran actividad comercial durante el día. Se trataban de las calles aledañas al Gran Bazar, que me condujeron a las inmediaciones de una colosal mezquita. El almuédano estaba llamando a la oración y me acerqué. Cientos de fieles estaban entrando y me sumé a la comitiva, no sin cierta precaución. Era la primera vez que visitaba una mezquita y me impresionó la atmósfera del lugar. Dado que mi devoción por Mahoma y sus enseñanzas es discutible, no estuve mucho tiempo en el interior.
  Seguí andando en dirección sur cuando llegué a unas calles repletas de vendedores ambulantes. No sería nada extraordinario si no fuera porque pasábamos ampliamente de las 10 de la noche. Allí empecé a darme cuenta que Estambul es la ciudad con mayor número de comerciantes por metro cuadrado (y de los más insistentes).
Puente Gálata
Ya de vuelta, y junto al famoso Puente Gálata, tras haber digerido por fin la mazorca de maíz, tenía el estómago listo para otra “delicatessen” local. Se trataba de un bocadillo de caballa fresca hecha a la plancha en un barco-restaurante que estaba delicioso.
No había estado mal como toma de contacto de la ciudad. Un extraño y persistente ruido, aparte de un devoto compañero de habitación, duro de oído, que se levantó para orar al alba al tercer intento de su alarma, hicieron que no descansara muy bien. Pero a la mañana siguiente, la perspectiva de tener todo el día para recorrer una ciudad tan apasionante como Estambul, me dio las fuerzas y el ánimo que necesitaba.

2 comentarios:

Gus dijo...

Extraordinaria crónica, como la ciudad de la que hablas.
Me queda una duda, ¿los aragoneses no sois todos maños?

Rufus dijo...

Gracias Gus.
Según la R.A.E., los maños son los naturales de Aragón. Aunque por Huesca se suele circunscribir exclusivamente el adjetivo a los habitantes de Zaragoza.
En todo caso, dado que mis orígenes hunden sus raíces en el antiguo Reino de León, quizá no sea la persona más indicada para solucionar tu duda.