sábado, 15 de febrero de 2020

ILOÍLO

 Iloílo es una ciudad formada por la unión de varios pueblos independientes. Esto hace que cada parte tenga su propia personalidad, formando un conjunto urbano muy extenso. En condiciones normales, eso me hubiera supuesto caminatas de enjundia. Pero la herida de mi pie seguía dando la lata, así que hice uso del incómodo pero pintoresco "jeepney" para mis desplazamientos por la ciudad.
 Comencé visitando el Museo de Iloílo. Aparte de las inevitables y prescindibles (para mí) ánforas, contaba con interesantes vestigios del pasado español de la Muy Leal Noble Ciudad de Iloílo, lema que, tal cual, aparece en su escudo.
  A continuación acudí a la oficina de turismo, situada en la misma plaza que el museo. La tradicional hospitalidad filipina se sumó al hecho de que la ciudad, a pesar de sus indudables encantos, no atrae mucho turismo. Así pues, el empleado fue todo amabilidad, y dejó muy alto el listón. No tardaría, sin embargo, en ser superado.
 Me acerqué al centro con la idea de visitar el ayuntamiento. No porque el edificio en sí tuviera mucho interés, ya que se trataba de un inmueble bastante moderno. 
 Me habían comentado en la oficina de turismo que desde la azotea, había unas vistas imponentes sobre la ciudad.
 Entre los funcionarios y los ciudadanos resolviendo trámites burocráticos, me sentía un poco desubicado mientras exploraba su interior. No tardé en encontrar un museo de la ciudad donde dos simpáticas empleadas se desvivieron por atenderme. 
 Aparte de invitarme a ponerme un traje tradicional, me explicaron todos los dioramas y maquetas,  me llevaron a la azotea y me hicieron fotos. Ciertamente la vista sobre la ciudad y la cercana isla de Guimaras valía la pena. Pero para mí fue más remarcable la simpatía y disposición de mis guías.
Quizá ya sea hora de jubilar mi traje de mosquetero para Carnaval

 Seguidamente me desplacé al distrito de Jaro, donde visité la catedral, edificada durante el mandato español. Abundaban por el distrito mansiones señoriales, algunas no muy bien conservadas. No era el caso de Casa Mariquit, un espléndido ejemplo de arquitectura hispano-filipina.
 Previo pago de una escueta cantidad, un joven muy atento me la mostró explicándome detalles de la historia que alberga. Destaca que fue vivienda de un vicepresidente de la República Filipina (Fernando López).
No está mal la "choza"

 Menos señorial, pero no exento de interés fue mi paso por la "Panadería ni Pa-a", que data nada menos que del año 1896 y sigue en funcionamiento (totalmente reformada, eso sí).
 La dueña, al ver que llevaba una mochila "Quechua", me dijo que tenía una igual y preguntó si la había comprado en Hong-Kong. Luego caí en la cuenta de que en Filipinas no existen tiendas "Decathlon" y la buena mujer debía pensar que la franquicia francesa era particular de esa ciudad asiática.
 Seguí con mis probatinas gastronómicas visitando un hipermercado cercano. Me llamó la atención un puesto de comida al paso que ofrecía una especie de empanadas. Le pregunté a la empleada de qué se trataba, y me dijo que llevaba rana. No la entendí muy bien y, encantadora ella, hizo un gracioso intento de croar. Después de haber probado el cocodrilo unos días atrás no iba a ser menos con la rana.  Como se trataba de una masa grasienta y rebozada, no pude apreciar el delicado sabor del popular anfibio.
 Hice la digestión de tan peculiar ágape montado en un "jeepney" que tomé para dirigirme a la zona de Arévalo. Como referencia familiar, le dije al conductor que me parara junto a la "Panadería de Iloilo"(con el nombre en español) donde se podía comprar "Pan de España" y "Pandesal". Y mientras, nosotros aquí, vamos al "Panishop" para comprar "baguettes" o pan de Viena. Curioso.
 A unos 50 metros de la panadería, se erige la casa Avanceña-Camiña, que como su nombre sugiere, se trata de una mansión decimonónica de raigambre hispana.  La visita guiada incluía una degustación de chocolate con picatostes en el salón de la casa. En un gesto que no sé si tomar como racista o una deferencia, la guía me colocó solo en una mesa, y al resto del grupo (eran asiáticos e iban juntos) en otra, aunque había sitio de sobra para todos.
 Como corresponde a un lugar de tanta alcurnia, había unas normas de protocolo. Se podía repetir chocolate tantas veces como se quisiera. Para ello había que hacer sonar una campana y venía una "sirvienta" a rellenar la taza. Me sentí como un auténtico "señorito" al hacerlo, pero el chocolate estaba buenísimo (quizá el mejor que he probado en mi vida), así que repetí, pero sólo una vez.
 Para redondear esa sensación de clasismo, y basándome en un letrero informativo, tomé el chocolate "a la manera ilustrada". Para ello tenía que levantar el dedo meñique cada vez que llevaba la taza a mis labios.
 Salí de la mansión pensando en parar una calesa para que me llevara al hotel. Pero enseguida volví a la realidad para darme cuenta de que tendría que montar en un" jeepney" atestado para volver a un no menos apretado albergue.
 No quise abandonar la zona sin visitar una estatua erigida en honor de la reina Isabel II. Mientras observaba la egregia y oronda figura de nuestra anterior monarca, no pude evitar pensar en que, probablemente, la mayoría de la gente que caminaba por sus inmediaciones no debía tener ni idea que aquel pomposo personaje había reinado sobre los ciudadanos de esas tierras hace menos de dos siglos.
 Redondeé la jornada con un paseo por la zona de Jaro, cercana al albergue, que cuenta con una destacable iglesia neogótica del siglo XIX y me retiré a descansar.
Iglesias que no falten

 En un país que no destaca por la armonía de sus centros urbanos, brilla con luz propia la ciudad de Iloílo. La destacable arquitectura religiosa, la gran cantidad de mansiones de la época española, el ambiente particular de cada distrito y la excelente acogida al turista, hacen de Iloílo, un lugar más que recomendado. 
 Mi viaje estaba tocando a su fin. Pero aún tenía que volver a Manila. Y en una ciudad tan populosa no faltarían mis habituales aventuras y desventuras.

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