sábado, 29 de febrero de 2020

TIERRA ADORADA

 Mi avión partió con una hora de retraso. Yo no tenía ninguna prisa por abandonar el país. Pero tenía una escala en Hong Kong que podía verse comprometida.
 En este caso los dos vuelos eran de la misma compañía aérea, así que no me preocupé en exceso por esta circunstancia.
 Cuando aterricé en Hong Kong, restaba poco más de media hora para mi enlace. Según mis cálculos, insuficiente. Y así fue. 
 Nada más poner pie en el aeropuerto, nos esperaban unos empleados de la aerolínea portando unos carteles con nombre de ciudades para comunicarnos que los pasajeros que hacíamos escala, íbamos a ser reasignados.
 El señor con el cartel de Barcelona nos pidió que lo siguiéramos y, casi al trote, nos llevó a mí y a una señora de Tarragona a un mostrador donde nos dieron dos billetes. Uno para un vuelo a Madrid que salía en breve, y otro para ir de Madrid a Barcelona. La verdad es que la actuación de la aerolínea para solventar el problema fue bastante eficiente.
 Las tropecientas horas de vuelo las llevé como pude, teniendo en cuenta que soy incapaz de dormir en un medio de transporte. Ya habría tiempo de descansar.
 Llegamos a Madrid al punto de mañana. Aún tuve que esperar un par de horas en Barajas hasta que salió mi vuelo a Barcelona.
 Ya en la Ciudad Condal, tomé el metro para ir a la Estación de Sants. Nada más salir del vagón me llevé la mano al bolsillo y lo noté demasiado plano. Palpé por todos los rincones posibles de mi pantalón para confirmar que mi teléfono móvil había pasado a peor vida. Durante tres semanas en las indómitas islas Filipinas transité mercadillos atestados, dormí en humildes albergues, paseé por suburbios oscuros e incluso me codeé con meretrices locales sin el menor percance. Y fue poner pie en la moderna y cosmopolita Barcelona y sufrir un hurto. Por lo menos, y como consuelo, el acto fue totalmente incruento y mi móvil, como corresponde a  mi espartana condición era de gama media-baja, tirando a baja.
 No exagero si afirmo que los mayores damnificados del suceso han sido ustedes, lectores del blog, y mis queridos y únicos amigos. Una parte importante de las fotos que había hecho en el viaje estaban guardadas en mi celular y no pudieron ser recuperadas. Por ello, mis entradas han estado bastante huérfanas de imágenes. He tenido que tirar de las pocas fotos que había hecho con la cámara, sacarlas de Internet (cosa que intento evitar al máximo) o dejar sin soporte gráfico el relato. Espero que mi empeño al escribir y su imaginación hayan podido compensar esta carencia.
 Dos tareas requerían mi atención en ese momento: cancelar mi tarjeta SIM y comprar un billete de autobús para volver a Huesca. Ambas se iban a ver complicadas.
 El siguiente autobús para Huesca estaba lleno, por lo que tuve que adquirir un billete para las 6 de la tarde. Eso implicaba unas 5 horas de espera. 
 Busqué por los alrededores de la estación un locutorio para gestionar la anulación del teléfono. Encontré dos, pero ambos estaban cerrados. Y ya es raro, porque si algo caracteriza a estos locales es por sus horarios poco conciliadores.
También intenté llamar por teléfono a casa para avisar de mi retraso, pero la única cabina que encontré, no funcionaba. En este momento me di cuenta de la maldita dependencia que tenemos de un aparato con el que hace un par de décadas no contábamos y nos defendíamos de maravilla.
 Como último recurso, acudí a la comisaría de Mozos de Escuadra de la estación donde les expliqué la situación y me dejaron llamar a casa.
 Como tenía mucho tiempo y necesitaba ampliar mi radio de acción, acudí a una consigna para dejar la maleta. Siguiendo la tónica poco amable de la jornada, estaba cerrada. Otra opción era hacerlo en la propia estación, pero me cobraban 10 €. Ya me habían robado una vez ese día y el cupo estaba más que cubierto.
 Así que cargué con mi valija en busca del ansiado locutorio. 
 Pasé junto a un albergue (donde había dormido tiempo atrás) y les pregunté si podía utilizar un momento uno de los ordenadores. En ese momento había un grupo de niños copándolos. Me dijo la recepcionista que no tendría problema en dejarme trastear con uno, pero una vez que acabaran los infantes, a los que les aún les quedaba una hora de uso.
 Seguí mi penosa peregrinación hasta que un rato después, por fin, encontré un locutorio abierto. Pude comprobar con alivio que ningún uso se había hecho de mi móvil. Probablemente se habían deshecho de la SIM nada más agenciárselo.
  Una vez recuperada, dentro de lo que cabe, la tranquilidad, aproveché para estar un rato mirando internet y me di un paseo por Barcelona. Como Dios aprieta pero no ahoga, por lo menos hacía un día primaveral, a pesar de estar en enero. Y menos mal, porque no tenía ropa de abrigo.
 Ya sin más sobresaltos tomé el coche de línea a la hora convenida y pude, por fin, llegar a casa. Si ya es bastante triste dejar atrás un país como Filipinas, es deprimente hacerlo con este recibimiento en la Madre Patria. Más de una vez se me pasó por la cabeza regresar al aeropuerto en esta infausta jornada y volverme por donde había venido.
 Y es que el destino elegido no podía haber dado mejor resultado. Un entorno natural privilegiado, un interesante patrimonio monumental y una gran accesibilidad y simpatía por parte de sus gentes.

 Los más de 300 años de presencia española en las islas han dejado un legado aparentemente débil. Pero conforme iba conociendo las costumbres, la religión, la gastronomía y el vocabulario corriente, me pude dar cuenta de que tenemos más vínculos en común de los que parece a primera vista.
 Y serían muchos más de no haber entrado los Estados Unidos como elefante en una cacharrería para ponerlo todo patas arriba en un país que había obtenido su independencia y ya no necesitaba de tutelas.
 Si la lengua española entró poco a poco y se coció a fuego lento con las lenguas locales, el inglés traido por los usenses se impuso abruptamente y por la fuerza, causando un trauma en la cultura y la educación del país. La maravillosa expresión artística que suponía la fusión hispano-filipina dio lugar a un refrito del que el "taglish"(mezcla poco armónica de las lenguas tagala e inglesa) es el máximo exponente. Las entrañables y llenas de encanto calles de Intramuros frente a las amplias, impersonales y atestadas avenidas del resto de la ciudad de Manila.
 De no haber sido por la invasión usense, hoy Filipinas sería probablemente un país de la comunidad Hispana, contando con el español como lengua franca entre las numerosas de las que se hablan en el país. A cambio el país se ha quedado fuera de esa potente comunidad cultural y el inglés es hoy en día la lengua vehicular de la enseñanza. Pero no la lengua popular. De hecho, en algunas ocasiones, algunos de mis interlocutores me pidieron disculpas por su poco dominio de la lengua anglosajona (a mí, que hablo algo parecido al inglés con acento maño).
 Así, hoy en día, la mayoría de los filipinos no entienden la lengua en la que sus próceres lucharon por su independencia y en la que sus más ilustres escritores se expresaron.
 Personalmente, me pareció un tanto chirriante que alguien que se llama María Corazón Valera no supiera ni una palabra de español, aunque muchas de las palabras que usa en su vida cotidiana proceden de ese idioma sin que lo sepa.

 Son los filipinos como unos parientes lejanos con los que nunca has coincidido. Cuando por fin te reúnes con ellos, los ves muy diferentes y no los acabas de entender. Pero en cuanto los conoces un poco empiezas a ver que, además de ser de muy buena pasta, realmente los sientes como de tu propia familia. Y desde entonces no puedes evitar quererlos.


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