viernes, 21 de febrero de 2020

MANILA: ALLÁ DONDE FUERES, POTOTEA LO QUE PUDIERES

Tras poco más de una hora de vuelo, aterricé de nuevo en el aeropuerto de Manila. Por curiosidad, busqué las tarifas de los taxis oficiales y resultaban astronómicas, así que confié de nuevo en mi amigo Grab y pude llegar a mi hotel sin un roto en el bolsillo.
 El alojamiento elegido pertenecía a la misma cadena que el que me acogió a mi llegada. Y se caracterizaba por sus pretensiones de grandeza sin pasar de la humildad. Como el precio tenía más en cuenta la segunda condición, para mí era perfecto.
 En el hotel de mi anterior visita contaba con el inconveniente de los ruidos de la calle. En este caso no iba a ser así, ya que mi habitacion daba a un pasillo y carecía de ventanas. A grandes males, grandes remedios.
 Tampoco iba a tener mucho tiempo para echar de menos unas buenas vistas sobre la ciudad. Me iba a reencontrar con una conocida. O lo que quedaba de ella, porque la amiga con la que había quedado en mi visita previa estaba hecha un auténtico remorón. Por lo que me contó, había estado enferma y en su trabajo, lejos de concederle una baja médica, la habían hecho trabajar más horas. Y para más INRI, estaba trabajando en un centro médico. En casa del herrero, cuchillo de palo.
 Como era de esperar, mi cita no aguantó mucho tiempo la velada, se fue a dormir pronto y yo volví al hotel.
 Eran las 9 de la noche y estaba en una habitación sin ventanas. Había que hacer algo. Así que tiré de agenda y pude contactar con otra amiga que estaba por la zona de Makati.
 Habíamos quedado en un Mc Donald's, pero pronto la cita subió de nivel cuando fuimos a un bar de ambientación cubana y precios europeos (o precios cubanos para turistas).
 Ahora era yo el que estaba pagando la factura energética de mis excesos del viaje, así que en este caso me tocó a mí dar la "espantada" y poner fin a la cita antes de tiempo.
 Al día siguiente, ya recuperado, le mandé un mensaje a Guillermo Gómez-Rivera, el escritor al que había conocido un par de semanas antes. Mientras esperaba su respuesta me di un "paseito" hasta la zona de Quiapo. Mis pateadas estaban empezando a dar fruto. Poco a poco iba haciendo mía una ciudad casi inabarcable como Manila.
 Como dato destacable de mi larga caminata, me crucé con un individuo melanodermo. Algo tan trivial, no debería llamar la atención. Pero fue la primera y única persona de raza negra que vi en mis tres semanas en las Filipinas.
 En Quiapo me esperaban iglesias atestadas y mercadillos populosos. Es decir, lo mismo que en el resto de la ciudad. Tenía intención de llegar hasta Chinatown, pero ya empezaba a estar un poco saturado de tanta superpoblación humana, y mi destino no auguraba algo distinto, así que me volví.
 Esta vez me dejé de machadas y lo hice en el metro. Eso sí, mi primer intento por entrar en un vagón fue firmemente impedido por una pasajera. Sin saberlo, había pretendido acceder a un vagón reservado para mujeres. Ya me había parecido que su ratio era sospechosamente buena.
 Al llegar al hotel, consulté mi correo y vi que mi amigo Guillermo me había contestado. Me proponía ir a Cavite, un pueblo al sur de Manila, para conocer hablantes de chabacano (una variante criolla del español).
Tiempo me faltó para personarme en su casa, muy cercana al hotel. Pero me comentó que ya era tarde. Una lástima, porque era algo que me interesaba sobremanera. A cambio, Guillermo me llevó a ver lo poco que queda antiguo de la zona de Makati.
 Con toda la tarde-noche libre y habiendo ya visto los puntos de interés más notables de la ciudad, ¿qué podía hacer? 
 Exacto. Una cita con una chica en aras de profundizar en mi conocimiento de la psique filipina.
 Es posible que haya lectores que infieran una actitud demasiado proactiva y casquivana en mis relaciones con el sexo opuesto. Y en este caso no les faltará razón. Pero seguro que los solteros que vivan en Huesca entenderán mi comportamiento. Debía aprovechar al máximo mi estancia en unas tierras donde se me hace mucho más aprecio que en las propias. Al fin y al cabo, la razón del viaje es el abandono de la rutina diaria. Y en Huesca, esa rutina da poco lugar al pototeo.
 Además, y para desmentir mi supuesta superficialidad, destacaré que en esta cita viví el momento más romántico de mi viaje. El paseo en triciclo entre los rascacielos de Makati con mi amiga, no se me olvidará fácilmente.
 Y como no solo de pototeo vive el hombre (aunque sin él se viva muy mal), a la mañana siguiente volví a quedar con mi amigo Guillermo, que espero que no acabara saturado de mi presencia.
 Le descargué las fotos de mi móvil en su ordenador y le hice una crónica de mi viaje por las Filipinas.
 Apareció su hijo por la casa y se puso a hablar en español con su padre (aunque con menos arte). Esta situación, aparentemente tan trivial, tuvo un gran significado para mí. Es muy raro encontrar dos filipinos conversando en castellano (como lengua propia). Y me temo que será mucho más difícil hacerlo en el futuro.
 Había sido toda una experiencia conocer a un personaje tan admirable como Guillermo Gómez-Rivera. Recientemente ha sido nombrado presidente de la Academia Filipina de la Lengua Española. Ese puesto no podría estar en mejores manos.
 Aún tenía unas horas hasta la salida de mi vuelo.
 Yo no quería, pero... recibí un mensaje de otra "amiga". 
 Con ella ya había planeado quedar el día anterior. Una vez fijados lugar y hora, y ante mi sorpresa se añadió el elemento del precio.
 No tengo nada en contra del llamado "oficio más antiguo del mundo", al que considero igual o más honesto que muchos. Y tampoco me llevó a rechazar su oferta mi reputado niunclavelismo. No sin malicia, se dice que con una "mujer de vida licenciosa" por lo menos sabes de antemano lo que te vas a gastar.
 Teniendo "El Doblón" en Huesca, no es necesario hacerte un viaje de 15 horas en avión para vivir una experiencia similar.
Y menos aún en un lugar tan hospitalario como las Filipinas.
 Habiendo rechazado su oferta, pensaba que el tema se había  zanjado. Pero al día siguiente me volvió a escribir para tomar algo, sin negocios carnales de por medio. Yo, que como ha quedado claro, soy un ser espiritual y trascendente, acepté sin dudarlo.
 Quiso la casualidad que me citara en el mismo bar de estilo cubano donde ya había estado un par de días antes. Ya es puntería, teniendo en cuenta los miles de baretos que hay en Manila (el 99% más baratos que éste, seguro).
 Como mi fama de golfo ya debía estar diseminada por todo Metro Manila, y supongo que como medida de precaución, no se presentó a la cita sola, sino acompañada de una amiga.
 Antes de acudir al lugar había hecho cuentas. Tenía el dinero justo para invitar a una bebida y tomar el taxi al aeropuerto. Un descuadre en la inversión me hubiera obligado a pasar por un cajero, con la comisión correspondiente y el riesgo inherente de atraco que no estaba dispuesto a correr.
 Mi amiga ya estaba echándole un ojo a los platos de comida, así que mi advertencia de mi techo de gasto (que por otro lado no daba una imagen muy rumbosa de mi persona) fue más que pertinente. Pero la cabra siempre tira al monte, por lo que se pidió el café más caro de la carta con todos los complementos imaginables. Su compañera fue más modesta conformándose con un zumo y yo ya solo tuve margen para un vaso de agua.
A pesar de mi generosa invitación al café, mi cita no paraba de mirar el móvil y no mostraba mucho interés. No fue el caso de su amiga, muy simpática y con muy buen gusto para los hombres. Tanto que me acabó sugiriendo que siguiéramos la conversación en un lugar menos concurrido. No era mala idea, ya que la música de fondo dificultaba entender los matices que presentaban nuestros sesudos discursos.
 Pero no contaba con mucho tiempo, así que nuestra discusión sobre los pintores prerrafaelitas y la paradoja de Fermi tendrá que seguir en otra ocasión.
 Ya no había margen para más. Quizá con algo de previsión podría haber concertado otra cita en el aeropuerto, pero creo que me puedo dar por bien servido.
 Mis cálculos previos me permitieron cubrir los gastos del taxi y hasta dejarle una buena propina al conductor con mis últimos pesos.
 Después del todo el ajetreo que había tenido las últimas tres semanas, ya solo restaba sentarme en el avión y descansar. Pero hasta el rabo todo es toro. No iba a ser, ni mucho menos, un regreso plácido.

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