sábado, 17 de septiembre de 2022

SOZOPOL: QUE ME QUITEN LO BAILAO

 Las cosas se ven de otra manera cuando se ha podido dormir en una cama doble sin ruidos molestos. La distribución de la habitación del albergue hizo que pudiera descansar en condiciones, ya que apenas escuché a los otros dos huéspedes. Ambos eran búlgaros. Con uno apenas hablé, pero hice muy buenas migas con Giorgi. Se trataba de un personaje curioso, muy animado, locuaz y con un gran concepto de España y los españoles. Aunque debería decir las españolas, ya que mi entusiasta compañero hablaba maravillas de mis compatriotas. Indagando en el asunto, me contó que en una visita a España, conoció en un albergue a una valenciana a la que al parecer el pototeo se le apoderaba. Intentando no hacerle perder su querencia por nuestro país, quise hacerle entender que en España, no solo no todo el monte es orégano, sino que el orégano es más bien escaso. 

 Como si no hubiera tenido bastante con la cama doble, el albergue me volvió a sorprender positivamente con el desayuno, que además de las esperadas leche, tostadas y mermelada, sumaba ensalada, fruta y queso. Con energías renovadas me dispuse a explorar la ciudad. No lucía tanto como durante la noche, pero resultaba un lugar muy agradable. La parte antigua de Sozopol se encuentra en una pequeña península. Se trata de calles estrechas en las que se pueden encontrar casas de madera de estilo tradicional búlgaro. No es tan destacada la parte moderna, que apenas recorrí, por lo que en menos de una hora había concluido mi exploración.

Playa de Sozopol

 La playa parecía bastante decente, aunque una gran parte de la misma estaba copada por sombrillas y tumbonas de pago. Ocupé mi lugar en la zona de los pobretones y, sin mucha dilación, me introduje en el mar Negro. Como nota positiva de la experiencia, destacaría la agradable temperatura del agua y las buenas vistas sobre la ciudad antigua. En el debe, la gran cantidad de algas y el escaso calado de la playa, que me obligó a caminar un largo trecho hasta que pude desplegar mis discutidas cualidades natatorias.

 No encuentro mucho aliciente al hecho de estar en la playa. Así que tras dos baños y un rato tumbado, que apenas sumaron la media hora, me volví al albergue, situado a muy corta distancia. Tenía casi todo el día por delante, así que improvisé una excursión a la cercana localidad costera de Primorsko, situada a poco más de 20 kilómetros al sur. Había una buena frecuencia de autobuses, pero por supuesto me aseguré de que tendría margen de sobra para volver en uno de ellos y evitar el temido taxi. 

 Mis esperanzas, totalmente infundadas porque elegí ese destino sin referencias, de encontrarme con una villa marinera con encanto, desaparecieron cuando apenas entré en Primorsko y me encontré con enormes bloques de apartamentos y hoteles. Quise darle una oportunidad buscando algo que tuviese un mínimo de historia, pero no encontré nada que me sugiriese una época anterior a los años 60. Era una especie de Benidorm o Salou a los que se les hubiera extirpado su núcleo antiguo. Por lo menos contaba con un par de playas enormes y bastante competentes, aunque como ha quedado claro a lo largo de la entrada, no sea lo que más me motiva.

Les gusta, les gusta la playa

Por lo que he leído a posteriori, Primorsko era un gran centro turístico y de recreo en la época comunista, lo cual se reflejaba en el aire decadente que impregnaba algunas zonas de la ciudad y cuyo mayor exponente era una especie de Sirenita realmente cutre.

Me gusta más la de Copenhague

 A falta de otros atractivos, pasé la última hora de mi visita en el museo de historia de Primorsko, que se centraba más en algunos yacimientos de los alrededores, que en un lugar que apenas tiene solera. A pesar de su humildad, di por bien empleadas las 5 levas que me costó la visita al museo y me volví a casa. 

Ánforas que no falten
 No estaba siendo un día muy brillante. Sin llegar a los niveles del día anterior, por supuesto. Pero la experiencia costera me estaba dejando un poco frío. Hasta que ocurrió uno de esos momentos memorables que sólo pueden ocurrir en los albergues. Estaba bajando por las escaleras del hostel con la idea de ir a dar un voltio vespertino por Sozopol, cuando mi compañero búlgaro, que estaba en el salón-cocina, me llamó  para comunicarme que había una hispanoparlante en la estancia. Efectivamente, se trataba de una mujer argentina de mediana edad con la que enseguida hice buenas migas. También estaba en la reunión un joven estadounidense que hablaba español, y al rato se unió un inglés que había estado varias veces de visita en Zaragoza. Así que se acabó formando un grupo en el que, quien no era hispanohablante, era por lo menos hispanófilo. Para redondear el momento, el anfitrión nos preparó a iniciativa suya y sin coste, una ensalada y unos panecillos de pipas en el horno, que estaban deliciosos. Pasamos un buen rato de animada y estimulante charla hasta que llegó la noche.

No íbamos a dejar títere con cabeza
  Y la noche en Sozopol en esa época del año, estaba tan animada como nuestro grupo. Guiados por el animoso Kirio, acabamos en un garito bastante molón, cerca de la playa. Se trataba de un local al aire libre con un gran ambiente, que aún mejoró cuando llegamos nosotros. En un par de horas había pasado de estar más solo que la una a salir de fiesta con un grupo magnífico. Esa es la magia del viaje, que en cualquier momento pueden suceder cosas como esas. Mientras bailaba (o algo parecido) bajo la luz de la luna junto a la playa, me parecían muy lejanos estos dos últimos años tan oscuros, que empezamos encerrados en casa y cuando salimos de ella, fue con una mascarilla y sin acercarnos mucho a la gente. Nada de eso sucedía en ese momento mágico, que estuvo a punto de romperse cuando un camarero del local vino a echarnos el alto. Aprovechando la permeabilidad del lugar alguno de nuestros compañeros había ido a una tienda cercana para surtirnos de cerveza. Y no una, sino varias veces, por lo que acabamos cantando demasiado, y nos echaron del local. Bueno, es un decir, ya que simplemente nos separamos un poco de las mesas del bar y nos quedamos por esa zona. Nadie podía echarnos de la calle. Aun así, al rato, decidimos lavar nuestra honorabilidad pidiendo un trago en la barra, aunque solo fuera para compensar el rato que habíamos estado sin hacer gasto. Así a lo tonto, se nos hicieron casi las 4 de la mañana. Hora de volver al albergue. Nuestro compañero británico no lo hizo sin antes tomarse un baño vestido en las aguas del mar Negro para refrescarse. La suma de ingleses, fiesta y alcohol suele provocar extraños sucesos, aunque normalmente son más cruentos que éste.

 Esa noche apenas pude aprovechar cuatro horas mi estupenda cama doble. Pero no me importó demasiado. De vez en cuando hay que meterle un poco de marcha al cuerpo para quitarle la carbonilla. Y como bien dice el adagio, y en este caso con propiedad,  que me quiten lo "bailao".

2 comentarios:

Tyrannosaurus dijo...

Me alegro mucho que tu viaje remontará, y lo hiciera a lo grande. Al final te voy a tener que dar la razón con los albergues, ya que es cierta su incomodidad, y el peligro de encontrarse con las temidas motosierras, pero por contra encajan perfectamente en los estándares niunclavelistas y facilitan la interacción social con turistas y población autóctona. Tu incursión me ha recordado mis tiempos irlandeses. Lo cierto es que por estos lares presumimos de ser la alegría de la huerta, pero tendemos a formar grupitos bastante herméticos e impermeables a la hora de aceptar extraños. Y lo cierto es que por aquí quien sale de fiesta solo, tiene todas las papeletas de volverse a su casa de la misma manera.

Rufus dijo...

Totalmente de acuerdo. En los típicos pubs británicos e irlandeses no es difícil ponerse a hablar con extraños. Se ve mucha gente que va sola, sabiendo que podrá hablar con la gente que se encuentre allí. En España, lo más probable es que te miren con mala cara o piensen que eres un plasta del que hay que librarse lo antes posible.