miércoles, 7 de septiembre de 2022

UN DÍA DE MIERDA

 Se dice que hay días que uno no debería levantarse de la cama. Eso podía aplicarse perfectamente a mi jornada, si no fuera porque estaba encajonado entre dos literas y esa noche tenía reserva en un albergue de la localidad costera de Sozopol. Aunque la razón suprema para no hacerlo es que estaba de viaje. Y en ese estado, que en mi caso se puede equiparar a la iluminación espiritual, resulta del todo inviable perder el tiempo sin hacer nada productivo. Por eso fue un día tan frustrante.

 Una vez tanteado el interior de Bulgaria, tenía interés en conocer la costa del mar Negro. Para ello tenía que recorrer unos 300 kilómetros. No parece mucho, teniendo en cuenta que tenía todo el día para hacerlo, y a las 8 de la mañana ya estaba en pie. Di una vuelta por Plodviv a modo de despedida. En una callejuela del casco viejo me topé de nuevo con mis amigos barceloneses. Aproveché esta feliz coincidencia para marchar con ellos a la estación. También daban por finiquitada su estancia en Plodviv y seguían su ruta por el interior del país.

Último voltio por Plodviv: calma antes de la tormenta

 Confiado tras el éxito de mi primera experiencia ferroviaria, me presenté en la estación de tren esperando salir de allí lo antes posible rumbo a mi destino costero. Mi moral se empezó a tambalear cuando en la ventanilla de información me dijeron que el siguiente tren a Sozopol salía a las 4 de la tarde. Teniendo en cuenta que a la sazón eran las 9 y media de la mañana, vi que el asunto no cubicaba en absoluto. Así que fui a probar suerte en la estación de autobuses, situada junto a la de tren. Cuando le pregunté a la empleada sobre la siguiente expedición a Sozopol, su lacónica respuesta me dejó inmerso en un mar de dudas. Se limitó a decir un breve, pero firme "¡No!". ¿Están todos los autobuses llenos? ¿No se compra allí el billete? ¿No me da la gana vendértelo? Da igual, el caso es que en ese lugar no iba a encontrar la solución a mis problemas.

 Si la empleada de la estación de autobuses no se había caracterizado por su expresividad, la de la compañía ferroviaria lo hizo por su hostilidad. Viendo que no hablaba inglés, le señalé en mi destino en un mapa. Pero lo que no pude hacerle entender es que quería el billete para el próximo viaje. La mujer, con menos paciencia que malas maneras, me mandó a cascala por la vía (nunca mejor dicho) rápida. Algunas veces durante mis viajes me he encontrado con pasotismo o indiferencia, pero nunca tal grado de rechazo. Por suerte, su compañera de la taquilla contigua, además de un mayor dominio del inglés, mostró muchas mejores maneras y pude conseguir el billete.

 Me despedí de mis amigos de Cornellá, viendo con envidia cómo partían en un tren a los pocos minutos, mientras a mí me esperaba una larga espera, en una ciudad que había dado de sí todo lo que tenía que darme. La estación ya me había generado malos recuerdos, por lo que  no pensaba quedarme allí esperando ni un minuto. Volví al casco urbano sin una idea clara sobre qué hacer durante las más de 6 horas siguientes. En este caso, las draconianas condiciones de las aerolíneas de bajo coste, que obligan a reducir el tamaño de las maletas a su mínima expresión, jugaron a mi favor. No es lo mismo arrastrar un maletón que llevar una liviana mochila a la espalda.

Garbanzos no veganos

 Mis pasos me llevaron a un centro comercial. No parecía mal plan pasar un rato dentro resguardado del sol de justicia y el calor que reinaban ese día. Pero no soy muy amigo de esos templos del consumismo, que poco interés despiertan en mí. No es el caso del hipermercado que había en la planta baja, donde invertí una buena cantidad de mi poco valioso tiempo curioseando entre los productos alimentarios nacionales. Entre ellos acabé eligiendo para mi consumo un botellín de ayrán. Se trata de un yogur líquido de oveja al que se le añade sal. Al principio sabe un poco raro, pero acabé siendo un gran fan de este producto que nunca he visto en España. Aunque lo que más gracia me hizo fue ver garbanzos de marca "Pescado"(sic).

 Mi siguiente hito fue ascender una de las 7 colinas de la ciudad, atraído por un imponente monumento de más de 11 metros, dedicado a un soldado soviético que participó en la liberación de la ciudad en la Segunda Guerra Mundial. 

 El esfuerzo y el calor que pasé en el ascenso a la colina, amenizados por el canto de las cigarras,  se vieron compensados por la imponente efigie de la gigantesca estatua y las no menos destacadas vistas sobre la ciudad. 

Cualquiera le tose

 Con muchas horas por delante, se me ocurrió que quizá hubiera alguna alternativa viable para mi traslado que no implicara esperar tropecientas horas. Pero para ello necesitaba conectarme a internet y yo, como buen niunclavelista, no dispongo de tarifa de datos. Se me ocurrió una idea de lo más cutre. Me acerqué a las inmediaciones del albergue donde había pernoctado para aprovecharme de su señal wifi. Me senté en una acera y pude empezar a navegar. En ese momento se asomó un huésped francés que me invitó a hacer lo mismo, pero en el patio del hostel. Como al niño que le pillan haciendo alguna travesura, entré con la cabeza baja al establecimiento, custodiado en ese momento por una curiosa pareja. Se trataban de un sueco barbudo con una gorra que le hacía parecer un granjero del Estados Unidos profundo y un irlandés pelado de mediana edad. Una auténtica esponja cuyo acento cerrado apenas podía entender. Para mi vergüenza, que se sumaba a mi alivio, no me pusieron ninguna pega para esperar allí el tiempo que necesitase.  

 Indagando en la página web de la compañía ferroviaria, pude comprobar que, además de mi tren directo a Burgas, había otras opciones que implicaban transbordos perfectamente realizables y sin necesidad de esperar tanto tiempo. De hecho, en 15 minutos partía un tren que me podría haber dejado en mi destino un par de horas antes. Y no era cosa menor, ya que pude comprobar como la hora de llegada prevista para mi tren a Burgas eran las 20:26, partiendo el último autobús a las 20:30. Si hubiera estado en Suiza, no me hubiera preocupado. Pero no era el caso, y pretender que en un trayecto de más de 4 horas no haya ningún retraso era una quimera. No me daba tiempo a tomar el siguiente tren con transbordo, así que sólo me quedaba la opción del milagro. En ese momento no sabía si ciscarme más en la empleada de información que se quedó tan ancha no revelándome las alternativas, o en mí por no haberlo consultado antes en el más impersonal pero eficaz internet.

 Me despedí agradecido de los empleados del albergue y como aún me sobraba algo de tiempo, comí en un humilde garito cercano a la estación. El lugar era 100 % no turístico, y se cobraba al peso. Su bajo precio estaba en consonancia con su calidad, pero no estaba yo ese día para paladear la comida, y el local cumplió con mi premisa de llenar el estómago a bajo precio.

Comida de peso

 Mi tren partió con 5 ó 6 minutos de retraso, que ya de entrada, se comieron el magro margen que tenía. Decidí dejar de darle vueltas al coco y tomar acción. Llamé al albergue, les expliqué mi situación y les pregunté que opciones tenía. El empleado me intentó tranquilizar, diciéndome que la estación de tren estaba junto a la de autobús y que me podía dar tiempo a llegar, si el tren no se retrasaba, claro. Si eso sucedía, la única opción era tomar un taxi, con la clavada correspondiente. 

 Cuando ya estaba resignado a esta última opción, me di cuenta de que estábamos empezando a tomar una velocidad de crucero interesante, y empecé a creer en el milagro. Según mis cálculos, si se mantenía ese ritmo podría incluso llegar antes de tiempo. Pero empecé a ver cosas raras. Tras una parada comprobé que el tren estaba volviendo hacia el oeste para hacer un requiebro, y no contento con ello, en otra estación, el tren se quedó parado un rato. Tanto que incluso hubo gente que salió a estirar las piernas y a fumar. Mi gozo en un pozo.

No hay prisa

 En mis siguientes horas pasé por varios estados, a cual peor, desde el cabreo a la angustia, entre los que a veces aparecía la esperanza. Hasta que llegué a un momento de lucidez. Me cansé de que la vida se riera de mí y decidí yo reírme con ella. Acepté que no iba a llegar a tiempo. Pensé que las levas que iba a pagar por un taxi no me iban a sacar de rico y que ni mucho menos valían el sofoco que estaba pasando. Así que salí al pasillo y empecé a disfrutar de los variados paisajes de la Bulgaria profunda que estaba recorriendo. Ante mis ojos desfilaron interminables campos de girasol y maíz, pequeños pueblos en medio de la nada, que contaban con mezquitas como herencia del pasado otomano e incluso carruajes de caballos circulando por carreteras.

 Como era de esperar, el tren llegó con un retraso de 15 minutos. Escaso pero suficiente para desbaratar mi plan de transporte. Probé suerte en la estación de autobuses, pero no había duda, la última expedición a Sozopol había partido hacía escasos 10 minutos. 

 Parecía que estaba condenado al taxi, aunque otra idea pasó por mi cabeza. Por el precio del mismo, podría haber reservado habitación individual de hotel en Burgas. Pero en esos momentos lo único que me apetecía era descansar y no me veía con ánimos de dar vueltas por una nueva ciudad para buscar alojamiento.

 Cuántas veces he salido de una estación y he visto en la puerta un montón de taxis, y me he tenido que quitar de encima a conductores que me ofrecían una carrera. Pues el día que voluntariamente quería tomar uno, no había ni rastro en los alrededores de la estación. Tras una búsqueda por la redolada, vi a lo lejos una fila de vehículos amarillos. A ella me dirigí planeando un amago de estrategia. Preguntarle el precio a un taxista y con ese precio como referencia acudir a otro apretándole un poco. Mis castillos en el aire se volatilizaron cuando vi que los dos primeros taxistas estaban en animada conversación. Como odio el regateo, y no tenía fuerzas para discutir, acepté, aunque de mal grado, las 60 levas (30 €) que me solicitó el primero de ellos. Hay que aclarar que se trataba de una carrera de más de 30 kilómetros, pero sin olvidar que el autobús apenas costaba la sexta parte.

 De lo perdido, saca lo que puedas. Así que, ya que me estaba metiendo una clavada importante, intenté sacarle partido al taxista, obteniendo un valioso testimonio sobre la vida en la Bulgaria comunista. La nada velada defensa que hizo del anterior sistema me hizo reflexionar. Mi opinión sobre el comunismo es que es una basura totalitaria, además de muy ineficiente desde el punto de vista económico. Pero en algunos casos hizo mejor la vida de algunas personas (y no solo de los dirigentes) que, pudiendo comparar con el capitalismo que viven ahora, elegirían sin dudar el comunismo. Mis respetos a todos ellos, aunque mi opinión siga siendo la misma o parecida.

 Ya oscurecía cuando arribamos a las inmediaciones de Sozopol y las primeras estampas de la costa del mar Negro animaron ligeramente mi afligido espíritu. El taxista me dejó a principio de una calle peatonal repleta de tiendas, adornada con bonitas luces y atestada de turistas. Un ambiente animado y optimista, que me hizo olvidar por momentos las miserias del día.  

 Tras un breve paseo y alguna vuelta que otra, conseguí encontrar la puerta de mi albergue, oculta entre un par de comercios. Se trataba de un establecimiento pequeño, con cierto encanto y bastante más lustroso de los que me había encontrado hasta el momento. Como si de un ritual energético se tratase, aproveché para poner a lavar la ropa en un intento de limpiar las malas vibras que me estaban acompañando. Parece que no funcionó mal del todo, ya que en una habitación que contaba con dos pares de literas y una cama doble, me tocó en suerte esta última.

 En mi paseo de inspección por la ciudad pude comprobar que estábamos en temporada alta. Cientos de personas atestaban las estrechas calles de la localidad, en las que no faltaban tiendas, restaurantes y hasta atracciones de feria.  Se trataba de un turismo principalmente familiar y local. Un lugar ideal para ir con la familia o la novia (suponiendo que se deje convencer para ir allí en vez de a Peñíscola o Salou), pero no el más apropiado para un viajero solitario como yo.

Sozopol la nuit

 Aún le di una segunda oportunidad cuando en el albergue se formó un grupillo y el recepcionista, que integraba la expedición, me invitó a sumarme a ellos. Los miembros del grupo parecían conocerse de toda la vida. Si a eso le sumamos que eran angloparlantes y yo no estaba para muchos trotes, el resultado es que pronto volví al albergue a descansar. 

 Acostarse a dormir en una cama doble en un bonito pueblo costero no es tan mal final para un día de mierda. ¿No les parece?


2 comentarios:

Tyrannosaurus dijo...

Por decirlo suavemente, parece que las empleadas de la estación de tren y de autobus no tenían su mejor día. A lo mejor resulta apresurado sacar conclusiones sobre la hospitalidad (o la falta de ella en este caso) bulgara, por un par de incidentes. Supongo que son gajes del viajero, que es mejor relativizar y tratar de olvidar, sin darles mayor importancia, aunque es comprensible que dichos comportamientos lleguen a molestar.
Creo que hoy en dia hay tarifas de internet con datos en movil bastante competitivas, y ademas con el servicio de roaming se puede navegar sin problema en muchos paises europeos, por lo que supongo que a nivel de comodidad y de conveniencia es bastante recomendable tenerlo, aunque atente contra los valores del niunclavelismo.
Esperando que tu periplo bulgaro logre remontar en tus proximas cronicas, recibe un saludo.

Rufus dijo...

En este caso fueron dos casos flagrantes de antipatía, pero la tónica general del país, sobre todo en empleados de cara al público, fue bastante mejorable.
Más que el niunclavlismo, lo que no me gusta de las tarifas de datos es que fomentan estar siempre conectado. Si estoy por la calle, me olvido de mirar el móvil. En este caso, me hubiera venido bien tenerlo. Pero también con una mejor planificación, no me hubiera hecho falta.
El periplo remonta, aunque también sufre alguna caída. Mis viajes son como la bolsa. Saludos