viernes, 21 de diciembre de 2012

Última noche en Windsor

En mi último día en Inglaterra aún me quedaba la penosa tarea de desalojar mi cuarto. Como quiera que no podía llevarme todo y mis abundantes descartes no fueron suficientes, tuve que dejar una bolsa de ropa en casa de mi amigo chileno. Al volver a casa vi que mis compañeros polacos estaban preparando una fiesta. Sorprendentemente no me la hacían a mí por mi despedida, sino que celebraban el cumpleaños de uno de ellos. No tuve mucho tiempo de asistir a los preparativos, ya que había quedado con un ex-compañero de trabajo e iba justo de tiempo. Me ofrecieron una cerveza que, nobleza obliga, no pude rechazar. Pero me la tuve que ir bebiendo mientras caminaba al centro de Slough. No da muy buena impresión eso de ver gente bebiendo por la calle, y más si es a las 2 de la tarde. Mi destino era la casa de Boniface, un nigeriano ex-jugador de balonmano en Israel con el que había compartido peripecias laborales en una panificadora.
Nada más llegar a su casa me ofreció una lata de cerveza para que hiciera tiempo mientras se duchaba. Me dejó en compañía de su hijo de unos dos años que no paraba de bailar con la música que emitía un canal afrolondinense de televisión. El show no duró mucho ya que enseguida salimos de la casa. El plan, del que yo no sabía nada hasta ese momento, era ir a casa de un sobrino de mi compañero para una fiesta de cumpleaños. En un momento me vi rodeado de una veintena de nigerianos, la mayoría desconocidos para mí.Tuve el feo detalle de rechazar un plato tradicional de su país llamado "pepper soup"(sopa de pimienta). Y es que por mucha pimienta que llevase, el plato se componía básicamente de tripas de vaca. Y los callos son superiores a mis fuerzas. No rechazé, eso sí, un par de cervezas Guinness nigerianas, bastante diferentes a sus homólogas irlandesas, con mayor grado alcohólico y un sabor más fuerte. Menos mal que también pude comer un par de platos de arroz, porque así a lo tonto ya me había echado unas cuantas cervezas al cuerpo.
No pude estar mucho tiempo en la fiesta, así que me despedí de Boniface y del resto, y volví a ver si acababa de una vez de dejar mi cuarto listo. Proseguí con la ardua y pesada tarea durante un par de horas, hasta que tuve que bajar a la cocina a tomarme un respiro. Mis todavía compañeros estaban apurando los restos de su comilona y me invitaron a la mesa. Cayó otra cerveza más en lo que fue mi última velada con mis "housemates".
Tuve que volver al tajo y al rato, vino mi amigo chileno. No quería quedarme con la amargura que me dejó la noche anterior, así que habíamos planeado un última noche en condiciones. La idea era quedar mucho antes (vino a las 9), salir por Windsor, y a eso de la 1 y media, me llevaría en su coche al aeropuerto de Heathrow. Allí debía coger un autobús a las 2:09 que me dejaba en el centro de Londres. De allí ya sólo me restaba ir a la estación de Victoria y montarme en otro autobús que hacía el servicio al aeropuerto de Stansted. Estaba todo previsto al milímetro y nada podía fallar. Mi amigo Ramón tuvo que esperar pacientemente un buen rato a que acabara de hacer la selección final. Abusando un poco de él, aún le dejé un par de bolsas más de trastos tan valiosos como para no deshacerme de ellos, pero no tan importantes como para jugarme la multa por sobrepeso que pendía sobre mí cual espada de Damocles. Pero mi amigo también sacó tajada, ya que aprovechó muchas de las cosas que iba descartando.
Mientras tanto, me llegó un mensaje de una amiga española que vive en Windsor. Esa misma mañana, le había mandado un correo de despedida a un grupo de compatriotas que conozco por allí, esperando ver alguno esa noche a partir de las 9. Esa era la idea, pero el desalojo se prolongó más de lo esperado. Así que a última hora contaba con la presión de Ramón esperando en la casa para salir, y mis colegas españoles que estaban un poco derrengados y no iban a aguantar mucho despiertos. Conseguí entrener al primero a base de regalos entre mis descartes y mensajes de móvil a los segundos, a la vez que daba los últimos toques a mi pieza. Por fin, pasadas las 11 de la noche pude abandonar la casa. Fuimos pitando a Windsor y me junté con un grupillo de españoles que ya había perdido dos unidades a manos de Morfeo. Mi amiga Aby, que, entre otras muchas virtudes, es muy detallista, me ofreció una tarjeta de despedida firmada por unos cuántos y una caja de bombones. No me lo esperaba (de hecho a media tarde no esperaba ni despedirme de ellos), así que me hizo mucha ilusión. Estuvimos un rato charlando hasta que vino otra pareja más. Se les veía con ganas de quedarse allí sentados, lo cual no es un mal plan, a menos que sea tu última noche en el lugar. Ya habíamos pasado la medianoche y yo quería echar unos bailes. Así que me despedí de ellos y nos fuimos Ramón y yo a apurar el último aliento de la marcha windsoriana.
En más de dos años en Inglaterra, he podido salir muy pocas veces. Aparte de que mi casa estaba muy a desmano, me ha tocado trabajar la mayoría de domingos por la mañana. Además, tampoco he tenido un grupo de amigos fijo para salir. Y es una pena, porque el ambiente es totalmente distinto al español. Más de una vez he comentado aquí la buena impresión que me causan los modelitos que se gastan las féminas por estos lares, mención especial a los taconazos que elevan (aunque sea artificialmente) unas pulgadas la talla media. También se ve la gente más animada, hay un ambiente más festivo. Aunque la otra cara de la moneda es la mayor cantidad de peleas. Todo ello (menos las peleas, afortunadamente) nos esperaba en el garito que visitamos. Me eché mi última pinta de sidra, presencié el espectáculo que ofrecía la pista de baile y me acabé uniendo a él. Desde luego, la sensación era muy distinta a la que sentí el sábado anterior saliendo por Huesca.
Sólo pudimos estar apenas una hora en el pub, no sin antes socializar con una portuguesa y sus amigas, ya totalmente asimiladas a los usos y costumbres británicos. Al volver al coche, mi plan milimétricamente calculado sufrió un golpe demoledor. Ramón se había dejado las luces del coche encendidas y se le había descargado la batería. La engorrosa idea de coger el maletón, disputarme un taxi con los borrachos en retirada y rezar para llegar a tiempo a Heathrow pasó por mi cabeza mientras mi ánimo se venía abajo. Afortunadamente, mi amigo se ofreció a llevarme directamente a Stansted, una vez su percance se hubiera solventado. Llamamos a la grúa y nos dijeron que tardarían una hora. Por suerte había margen más que suficiente, así que nos fuimos a dar un voltio y ver la "salida de los toros", que es como se conoce en el argot al ambientillo que se forma en el exterior de los bares tras su cierre.
Quiso la casualidad que, entre los personajes que nos fuimos encontrando, apareciera un compatriota de Ramón. Cosa extraña, ya que los chilenos son una "rara avis" por estos lares. Le comentamos nuestra situación y se prestó a ayudarnos. Así que enganchó unos cables de su coche a la exhausta batería, que volvió a la vida...en el mismo momento en el que llegaba la furgoneta del seguro a la que había llamado mi amigo una hora antes.
Íbamos bien de tiempo, así que fuimos con tranquilidad camino de Stansted (un camino muy largo, por cierto). Poco antes de llegar nos paramos a desayunar en un área de servicio. No soy mucho de café, así que le pedí a Ramón un filete de caballa ahumada de la comida que le había regalado y así pude despedirme con un clásico de la gastronomía británica.
La despedida en el aeropuerto fue todo lo emotiva que unos miembros del sexo masculino nos podemos permitir, es decir, bastante poco. Pero echaré de menos a Ramón. Normalmente nos tendemos a juntar con gente afín a nosotros. Cuando uno está en el extranjero esa afinidad la suele dar el compartir una misma nacionalidad o cultura. Pero con mi amigo chileno no sólo hemos compartido el idioma y parte de una historia común, sino que he encontrado a alguien con el que debatir sobre los grandes temas y un apoyo en momentos difíciles.
Mi última obstáculo era la báscula de facturación. El rubicón eran los 20 kilogramos. Toda mi hercúlea tarea de triaje se vio recompensada cuando la pantalla ofreció un valor de 19,9 kg. Las colas, los controles policiales, el vuelo y llegar a casa sin dormir fue coser y cantar después del día tan ajetreado que había tenido. Pero era el último y había que sacarle todo el jugo posible.

4 comentarios:

juanjo alujer dijo...

emotivo, muy emotivo...no lloro por masculinidad....un abrazo, Juanjo.

Rufus dijo...

Haces bien Juanjo. Sólo podemos llorar cuando no nos vea nadie. Y si nos pillan hay que decir que se nos ha metido algo en el ojo...

Tyrannosaurus dijo...

Debo reconocer mi asombro mayusculo al leer sobre tu inesperada despedida de Londres, hasta leer tu anterior entrada en la que hablas de una oferta de trabajo aqui.
Y es que con la que esta cayendo aqui, hay que echarle un par para volver.
Hablando de emotividad, ayer vi un clasico, "volver a empezar", así que creo que a partir de ahora Londres para ti sera lo que Gijon para Antonio Ferrandis en la genial pelicula de Garci.

Un saludo, y ya que estamos por estas fechas Merry Christmas

Rufus dijo...

Bueno, tener una oferta de trabajo en firme para volver facilita mucho las cosas. Si no, no me hubiese vuelto.
Gran película "Volver a Empezar".Aunque me temo que si vuelvo a Londres, no será con los honores que le brindaron a Ferrandis en la película.