Tras dormir como un bendito, decidí tomarme un día de “descanso” y pasar el día tranquilamente en el Cuzco antes de partir a otras latitudes.
Aproveché que el albergue no ofrecía desayuno para degustar algunos productos locales que había comprado el día anterior, rompiendo de paso las más elementales normas de la dietética. Así, adapté la clásica y tan denostada combinación de aperitivos fritos con refresco de cola al entorno, en forma de maíz ancestral del altiplano con Inca-Kola. La versión peruana del popular refresco de cola tiene un sorprendente color amarillo, un sabor dulzón que las madres suelen catalogar como a “jarabe de niño” y una cantidad parecida de cafeína y azúcares tan atrayentes como nocivos. Eso sí, la compañía que lo elabora está en manos de Coca-Cola, así que todo queda en casa.
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Inca-Kola: una vez al año (o un poco más), no hace daño |
Cargado de glucosa me dirigí a la estación de autobuses en busca de un billete para mi próximo destino. De paso quería comprobar la distancia que tendría que recorrer al día siguiente con el maletón. Viendo que me costó unos 25 minutos, hinqué la rodilla, y asumí que al día siguiente debería tomar un taxi.
Dada la gran superficie del Perú, y las grandes distancias entre las principales ciudades, lo más habitual para ir de una a otra es hacer viajes nocturnos, durmiendo en el autobús, para no perder un día en el trayecto. Como yo no suelo dormir bien en el transporte público y no creo que hacer un viaje de muchas horas viendo el paisaje sea perder el tiempo, busqué alguna expedición diurna. Afortunadamente había muchas compañías para elegir, lo que no sólo hizo que consiguiera un billete para la mañana siguiente, sino que lo hice a un precio muy razonable. ¡Viva la competencia!
Después de mi energético pero poco nutritivo desayuno, me tocaba compensar. Así que volví al comedor vegetariano que había frecuentado en mis días anteriores en la ciudad. Ante la gran demanda que presentaba el establecimiento, me tocó compartir la mesa con un parroquiano que resultó bastante tímido, aunque siguiendo en la línea del país, muy educado.
Aproveché que era mi jornada de asueto para hacer las típicas cosas que no hacemos en los viajes porque “no hemos tenido tiempo” o “no hemos encontrado el momento”. En este caso se trataba de enviar una postal a la hija de un amigo a la que le hace mucha ilusión recibirlas desde diversos países. Le compré una del Machu Picchu con una simpática alpaca en primer plano y fui a la oficina de correos a enviarla. Aún no le ha llegado y han pasado 3 meses. Creo que en tiempos del Virreinato, el servicio postal con la metrópoli era más eficiente que ahora.
Al pasar por un kiosco no pude evitar hacerme con algunos ejemplares de la revista Condorito. Había leído alguno en mi infancia, pero desde entonces no había podido encontrarlos en España, así que no perdí la ocasión para hacer acopio. Condorito es un personaje de cómic, de origen chileno, aunque muy popular en toda la América hispana. Se trata de chistes, normalmente de una página que, aunque en alguna ocasión no son muy políticamente correctos, son aptos para todas las edades. A mí me encantan, y es una pena que no se puedan adquirir en nuestro país.
Al llegar al albergue, vi que había tertulia en el salón y yo, ávido de contacto humano, me dejé caer. Había un estadounidense muy simpático con una caja de Cusqueñas, al que le faltó tiempo para ofrecerme una. Lo agradecí, no sólo por el gesto, sino porque aún no había tenido oportunidad de probar la cerveza local. Es curiosa la mala imagen que tienen los usenses en el mundo. Se suele tener la idea de que son prepotentes y maleducados, cuando mi experiencia me dice que suelen ser gente abierta y cordial.
Entre los contertulios había un mexicano al que propuse formar parte de mi siguiente plan.
A la hora de planificar mi viaje, para mi estancia en Cuzco había visto con buenos ojos una oferta de alojamiento en Airbnb, en el que dos chicas no sólo ofrecían una habitación, sino que prometían dar una visión local de la ciudad más allá de los típicos lugares para turistas. Y yo, como buen turista que intenta no ser turista (la cuadratura del círculo) contacté con ellas. Ante su ausencia de respuesta reservé los albergues. Una de ellas me escribió unos días después y a falta de alojamiento me sugirió un local donde hacían actuaciones culturales, recomendándome una a la que iba a acudir. Se trataba de un monólogo de un cuentacuentos colombiano. La actividad me pareció interesante y original, así que me decidí a ir, acompañado de mi nuevo colega azteca, que vio con buenos ojos la propuesta.
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Cuentero el Filósofo |
La Esencia resultó ser un local muy acogedor e intimista, un remanso de tranquilidad en un lugar tan bullicioso como el Cuzco. Nos tomamos un contundente chocolate que, curiosamente, nos sirvió mi frustrada anfitriona. Por lo que nos comentó, estaba echando una mano a los dueños del café-teatro ante la baja de una empleada.
El cansancio acumulado por mis frenéticas jornadas salió a la luz en un entorno tan relajado, por lo que a ratos la llamada de Morfeo se disputaba la atención de las entrañables historias que, con gran maestría, nos relataba Cuentero el Filósofo. La verdad es que me hacía falta parar un poco y disfrutar de una actividad relajada.
Mi compañero mexicano tenía que tomar un autobús nocturno hacia
Lima (paliza de las buenas), así que aproveché mi recuperada soledad para darme
mi último paseo por las calles del Cuzco. Pasear por las empedradas calles de su casco histórico es una delicia. A pesar de las vueltas que ya había dado, no dejaba de encontrarme nuevos rincones con encanto.
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Calles con enjundia |
A la mañana siguiente me
tocaba abandonar el albergue. En principio había reservado para una noche y había pasado
tres. Como dijo en su día el entrenador Bernd Schuster: “No hace falta decir
nada más”. Y eso se aplica tanto al hostal como a la ciudad.
A los 3 segundos de salir
del albergue, apareció un taxi por la calle. Lo paré y antes de montar (muy
importante) le pregunté la tarifa al taxista. Me dijo que 25 soles.
Mi inequívoca reacción: “¿¿25 soles??¡¡No!!”, provocó su hábil
respuesta:”No, he dicho 5 soles”.
Así, medio minuto después de pisar la calle, ya tenía un taxi
cogido y el regateo hecho. Así da gusto.
Muy en mi línea, el conductor
me dijo que si no me importaba bajarme antes de entrar en la estación, ya que
si lo hacía, le cobraban una tasa. Como entre niunclavelistas hemos de ayudarnos
y por pura coherencia, acepté de buen grado. Al fin y al cabo, apenas me supuso
andar un par de minutos y tiempo tenía de sobra.
Ya en la terminal, hubo un
par de detalles que me parecieron curiosos. El billete no era suficiente para
acceder a las dársenas, sino que había que solicitar un sello a modo de tasa de
embarque (1 ó 2 soles).
Y a la hora de subir al
autobús, mientras una empleada nos revisaba el billete, otra nos sacaba una
foto de nuestra cara, supongo que por motivos de seguridad. Supongo que en ella
se reflejaban a la vez la tristeza por dejar la maravillosa ciudad de Cuzco y
la ilusión por conocer nuevos rincones del mágico Perú.