domingo, 24 de noviembre de 2019

SIQUIJOR: LA ISLA DEL FUEGO

 A una hora en la que cuesta mucho menos trasnochar que levantarse, me presenté en el muelle de Dumaguete. No tuve que esperar mucho a la pareja filipina con la que había planeado la excursión.
 El imponente espectáculo del amanecer a bordo del barco compensó, aunque fuera en parte, la indudable agresión que para el ser humano suponer madrugar.
 En apenas media hora pusimos pie en Siquijor. En el muelle nos esperaba el conductor de un triciclo que iba a descubrirnos los rincones más emblemáticos de la isla.

 Siquijor fue llamada por los españoles "Isla del Fuego", nombre que, personalmente, me parece mucho más bonito. Los lugareños sabrán lo que hacen. Según leí en mi súper guía es un lugar con no muy buena fama, ya que en sus montañas se dice que habitan brujas. Yo, después de las dos que tuve que padecer en mi periplo por la Isla de Skye, estoy más que vacunado. Así que no albergué ningún temor en mi visita a la ínsula.
 Al poco de iniciar nuestro recorrido, el conductor se internó por un camino que acabó desembocando en una playa. Había escuchando que hay algunas muy buenas en Siquijor. No era el caso. La "gracia" del lugar es que había una palmera muy tendida a la que te podías subir para hacerte una foto haciendo el "mono".
 Esta primera parada me recordó los motivos por los que me gusta viajar solo y evito los viajes organizados. Pero decidí que por un día no me vendría mal dejarme llevar y disfrutar al máximo de una experiencia, que hubiera sido más complicado y costoso vivir en solitario.
 Nuestro segundo hito me pareció más interesante. Junto a una tienda de recuerdos donde no faltaban alusiones al carácter mágico del lugar, como unos llaveros con muñecos vudú muy simpáticos, había un pequeño estanque. En él nadaba una buena cantidad de ejemplares de peces "Garra Rufa".
 No sé si el nombre dirá mucho a mis amados lectores. Pero si explico que son unas carpas que comen piel muerta y que se han puesto de moda, como tratamiento dermatológico, quizá a alguien le resulte familiar.
 Al pricipio asusta un poco cuando ves tu pierna rodeada de peces pegándote bocados, pero tras el temor inicial, no pasa de ser una sensación cercana a las cosquillas. No estuve mucho tiempo, ya que los muy cabritos mostraban especial interés en acudir a la herida que me había hecho un par de días antes en la planta del pie.
 Después fuimos a comer a un humilde restaurante que, siguiendo los cánones filipinos ofrecía comida poco sofisticada a precios muy competitivos. En cumplida venganza por el ensañamiento que los "Garra Rufa" habían mostrado con mi laceración, me zampé un congénere suyo, aunque de otra especie, que resultó muy sabroso.
 El plato fuerte de la jornada no fue, sin embargo, el pescado, aunque también tenía relación con el mundo acuático.
 Las cascadas Cabungahay, cuentan con unas pozas de agua cristalina en un entorno selvático incomparable. Si antes había hecho el mono subiéndome a una palmera, ascendí un poco en la escala evolutiva y me sentí Tarzán por unos momentos, gracias a unas lianas que permitían columpiarse y caer espectacularmente al agua. Muy divertido.
¡Hombre al agua!

 Proseguimos nuestra ruta y al poco tiempo nos detuvimos en un bar de carretera situado sobre una colina. El establecimiento contaba con una azotea con unas bonitas vistas, y una escoba. La gracia del asunto (para el que se la vea) es hacerse una foto subido a ella dando un salto, dando la impresión de que se vuela.
 Yo sólo me acerco a una escoba en caso de extrema necesidad, así que me abstuve de inmortalizarme como bruja.
 Aún quedaban emociones fuertes en nuestro siguiente destino. Se trataba de un acantilado desde el que se podía pegar un brinco de, calculo, más de 10 metros al mar. Ya he comentado lo de mi herida en el pie, ¿no? Si no, claro que me hubiera tirado..ejem...

 Nos recuperamos de la impresión que nos dio ver saltar a otros en una cala cercana, de buen aspecto, pero demasiados pedrolos.
También hubo tiempo para el descanso

 Para terminar nuestro periplo siquijorino visitamos una mansión en la que un individuo había montado un pequeño museo con objetos traídos de los Estados Unidos, dándole un toque muy "western". Aunque era algo curioso, a mí nunca se me hubiera pasado por la cabeza ir a ver un museo de estilo usense en una remota isla filipina.
Mi mala fama había llegado ya a la isla

 Al poco rato volvimos al lugar de partida tras dar la vuelta a la isla recorriendo una carretera circular. Dejamos para mejor ocasión internarnos en las montañas y conocer a las brujas locales. 
 Pagamos de buena gana los servicios de nuestro guía y tomamos el barco de vuelta a Dumaguete, que tenía el sugerente nombre de "Reina de Luna" (en español).
 Aproveché que mis dos compañeros de viaje por un día estaban alojados en un albergue cercano al mío, para acompañarlos y preguntar en recepción sobre la disponibilidad de alojamiento para esa noche. Necesitaba descansar y la labor se complicaba compartiendo pieza con un roncador de enjundia.
 Hubo suerte y disponían de una habitación individual que además costaba menos que la compartida en mi anterior morada. Tuve que volver a ella a hacerme con la maleta y dar algún tipo de explicación.
 Fui totalmente honesto y comenté a la simpática dueña que había estado muy a gusto en el lugar, pero no había podido tener un descanso óptimo por los motivos ya comentados.
 No solo no me puso mala cara por irme a otro sitio sino que me pidió disculpas y se mostró muy empática con mi situación. Evidentemente le dije que no había sido culpa suya. Unos días después me llego un correo suyo ofreciéndome una habitación individual si vuelvo a la "Casa Arrieta", al precio de una compartida para compensar las molestias. Gran detalle por su parte.
 Esa noche eché de menos el ambiente familiar que había disfrutado las dos noches anteriores, pero pude dormir como un bendito, que era lo que más falta me hacía.
 



viernes, 8 de noviembre de 2019

EN BUSCA DE TORTUGAS Y GALLOS

 Madrugón considerable mediante, me presenté poco antes del alba en una agencia cercana al albergue. En ella había reservado una excursión de buceo en la que se nos aseguraba la presencia de tortugas.
 Una furgoneta nos llevó a un humilde muelle situado a unos 25 km. de Dumaguete, desde donde nos embarcamos en un bajel rumbo a la pequeña isla de Apo.
 En sus inmediaciones atracó nuestro barco, junto a otros muchos que habían tenido la misma idea que nosotros.
 Nuestra comitiva se podría dividir en tres categorías: los que utilizaban equipos de buceo con botellas de oxígeno, los que nos conformábamos con hacerlo en apnea (ósea "a pelo") y aquéllos que ni siquiera sabían nadar y además de llevar un chaleco salvavidas, contaban con la ayuda de guías.
 Mi primera toma de contacto con las templadas aguas no fue especialmente productivo. A pesar de haberme topado con algunos pececillos de vivos colores y algunos fondos destacables, no aparecieron los esperados quelonios.
 Me intenté acoplar a algún grupo de los "chalecos naranjas", pero pronto el guía me mandó a "escaparrar".  Mis siguientes inmersiones en solitario fueron igual de infructuosas, por lo que volví al barco para tomarme un descanso. A bordo, todo eran sonrisas y todo el pasaje parecía haber visto tortugas, para mi total desolación.
 Nuestra embarcación se puso en marcha pero sólo para buscar otro punto de anclaje. En esta segunda oportunidad, aprendí de mis errores y procuré estar cerca de los grupos, aunque lo sufientemente distante para evitar el rechazo de los celosos guías.
 Al rato, escuché los gritos de alegría de uno de mis compañeros. Sin dudarlo, me dirigí a la zona donde estaba y me zambullí. En buena hora, ya que justo debajo de mí, a unos pocos palmos, una enorme tortuga nadaba confiada sin saber que me acababa de dar la alegría del día.
 Una vez "abierta la lata" ya no tuve muchos problemas en encontrarme unos cuantos de estos simpáticos reptiles que se movían con una inusitada agilidad en el agua, a pesar de su fama y tamaño.

 Habiendo ya saciado mis inquietudes zoológicas, en la tercera intentona me entró la vena exploradora y puse todo mi empeño en poner pie en la isla de Apo, para sumarla a las 8 que ya había hollado entre las más de 7000 que constituyen el archipiélago filipino.
 No fue fácil la empresa, debido a que las proximidades del islote estaban repletas de rocas, pero mal que bien pude poner pie (sólo uno) en Apo.
Objetivo Tortuga completado

 Con tanto barco atracado en las proximidades y tantas dioptrías en mis ojos me costó bastante encontrar el mío. Pasé unos minutos un tanto angustiosos intentando encontrar algo familiar en las aparentemente idénticas embarcaciones. Tras algunos intentos pude, por fin, reconocer al capitán de nuestra fragata, que estaba a punto de levar anclas, y volver a pisar tierra firme (es un decir).
 Ya de vuelta hice buenas migas con una pareja de tortolitos filipinos que me comentaron que al día siguiente pensaban hacer una excursión a la misteriosa y cercana isla de Siquijor. Viendo que mis dientes crecían por momentos, me ofrecieron unirme a la expedición , ya que en el triciclo del guía que habían contratado aún cabía otra persona.
 Con el día siguiente ya planificado, me pude relajar y salir a explorar Dumaguete. Dentro de los no muy exigentes estándares filipinos, la capital de Negros Oriental se trata de una ciudad agradable por la que se puede pasear sin problemas. El centro se ve rápido, así que prolongué mi marcha hasta llegar a un centro comercial a las afueras. Allí me encontré con un viejo conocido: el jugo de caña de azúcar o guarapo, que ya había tenido el placer de catar en Cuba.
 Aunque lo intentó, el guarapo filipino no me hizo olvidar al cubano.
 Ya de vuelta, me encontré con uno de los objetivos que tenía "in mente" antes de comenzar mi viaje.
 En un ruidoso pabellón se estaban celebrando peleas de gallos, una actividad de lo más popular en el país.
 Sin pensármelo mucho, adquirí una entrada y pasé a presenciar el espectáculo. Poco habituado a estos recintos, mientras buscaba mi camino a las gradas, casi me llegué a meter en el "camerino" donde los gallos esperaban antes del combate. Pese a que estaba totalmente fuera de lugar y cantaba a turista por los cuatro costados (o quizá por eso), nadie me dijo nada. Utilizando el talento natural, que tan pronto me mete en líos como me saca de ellos, volví sobre mis pasos y acabé encontrando mi ubicación.
 El ambiente era poco selecto,ruidoso y abrumadoramente masculino. En las gradas había algunos corredores de apuestas que no paraban de trabajar atendiendo a los excitados espectadores.
Se ponían muy "gallitos"

 Y en un lado del ring, con 2 kilos de peso, procedente de una granja de Sibulán y plumaje pardo gris, el gallo Bonifacio III. En la otra esquina, otra ave parecida, y en medio un árbitro. En cuanto soltaban a los excitados animales, se empezaban a dar picotazos hasta que uno de ellos se quedaba inerte. K.O. técnico inapelable. De allí a la cazuela. Cada 5 minutos se repetía la historia. No le acabé de ver la gracia al asunto, así que no duré mucho en el estadio. 
 De vuelta al albergue no pude evitar pararme a cenar en un humilde restaurante que anunciaba comida típica de Zamboanga, ciudad filipina situada en la sureña isla de Mindanao. 
 No es que de repente me entrase antojo de la gastronomía zamboangueña. Lo que quería es encontrar algún hablante de chabacano, lengua criolla que guarda un gran parecido con el español y que es mayoritariamente hablada en dicha ciudad.
 Aproveché una endeble excusa durante la cena para asomarme a la cocina donde estaba la dueña (muy joven y bastante guapa, como buena filipina). Le pregunté si hablaba chabacano. Contestó afirmativamente, pero no soltó mucha más prenda. Ya no sé si por timidez, por considerarme un "pesao" o por ambas cosas al mismo tiempo. 
 Parece que no me va a quedar otra que visitar algún día Zamboanga para "chabacanear" un poco.
 Aproveché que mi compañero-motosierra no había vuelto al albergue para intentar dormirme pronto, sacando provecho de la placidez momentánea de mi cuarto.
 Al día siguiente me esperaba una incursión por la isla de Siquijor, famosa por sus brujas y su magia. Pero para mí todas las islas filipinas son mágicas...

viernes, 25 de octubre de 2019

NEGROS: NO EMPEZÓ LA COSA CON BUEN PIE

 Tras dos días muy bien aprovechados, me tocaba despedirme de Panglao y Bohol. Para ir al puerto de Tagbilaran disponía de un económico servicio de autobús. Pero su frecuencia irregular y el rodeo que daba hicieron que me viera obligado a recurrir a otros medios de desplazamientos más informales para llegar a tiempo.
 Un motorista se ofreció a llevarme por 250 pesos. Demasiado, si además se tiene en cuenta que no habría sido nada operativo llevar conmigo el maletón.  Por 50 pesos más lo pude hacer con la relativa, aunque mucho mayor, comodidad que me ofrecía un triciclo.


 En el barco me senté junto a un señor occidental de mediana-avanzada edad, que pronto me vio como uno de los suyos y empezó a hablar del pototeo que nos esperaba en nuestro siguiente destino.  Poco se podía imaginar el pintoresco personaje que mi mayor motivación para viajar por las Filipinas proviene de mi gran interés por la historia y cultura del archipiélago.
 Tras poco más de una hora, nuestro buque arribó al puerto de Dumaguete, ciudad situada al sur de la isla de Negros.
Llegando a Dumaguete

  Afortunadamente ya estaba advertido y no contraté un triciclo en el puerto. La abusiva tarifa de 100 pesos, descendía dramáticamente a 10 fuera de las dependencias portuarias (a menos de 100 metros). Y todavía resultaba más económico no cogerlo. Así que aproveché el paseo hasta mi alojamiento para ir tomándole el pulso a la ciudad, que daba la impresión de ser algo menos caótica y bulliciosa que las urbes filipinas que ya había visitado.

 Dentro de mis humildes estándares, me había estirado un poco para reservar un albergue un poco lustroso. El Casa Arrieta contaba con unas críticas superlativas, tanto por sus instalaciones como por la amabilidad de su personal. La encantadora mujer que me atendió y las modernas e impolutas dependencias del establecimiento confirmaron los buenos augurios.
 A pesar de lo acogedor del lugar, no perdí mucho tiempo y enseguida partí a explorar los alrededores. 
 Todavía quedaban bastantes horas de luz, así que le pedí a la anfitriona que me explicara cómo llegar a unas cataratas cercanas. Me desaconsejó la excursión, ya que se preveía lluvia. Pero yo no había ido al otro lado del globo para asustarme por 4 gotas.
 Para llegar a mi destino tuve que acercarme al centro de Dumaguete y tomar un jeepney  al municipio de Valencia, situado a unos 10 km. Como suele pasar por aquellos lares, el espacio del vehículo estaba aprovechado al milímetro, por lo que no se puede decir que tuviese un trayecto muy cómodo.
Parece que el futuro de la cantera del Valencia Basket está asegurado

 Tras una breve visita por la ciudad (que en nada recordaba a su homónima española) intenté buscar la forma de llegar a las cataratas. La oficina de turismo estaba cerrada, por lo que pregunté a un individuo que encontré por la calle. Los tratos informales son moneda de cambio habitual en el país. Así que a los dos minutos estaba montado en su moto rumbo a la aventura. 
 Menos mal que no tuve mucho tiempo de pensar en las consecuencias de una caída en tal circunstancia, teniendo en cuenta que no llevaba casco. Por no hablar de que iba por una carretera desconocida en la moto de un tío al que acababa de conocer.
 En poco más de 5 minutos llegamos a un aparcamiento situado junto al acceso a las cataratas Casaroro. Mi chófer (que se llamaba Fernando, por si ustedes deciden visitar la zona) me dijo que me esperaba allí para cuando volviera.
 Había que pagar entrada para visitar el lugar. Además ofrecían la posibilidad de alquilar un guía. El niunclavelismo se unió a la soberbia y empecé a descender en solitario los cientos de escalones que bajaban al cauce de un río encajonado en un agreste cañón. Todo ello adornado con una frondosa vegetación selvática, que lo hacía ciertamente espectacular.
 Los augurios de mi anfitriona se cumplieron y empezó a llover ligeramente. Lo suficiente para que las rocas por las que debía caminar empezaran a resbalar peligrosamente. Si a eso le sumamos que llegué a un punto donde se acababa la senda y no sabía por donde tirar, el resultado es que me tuve que tragar mi orgullo y volver sobre mis pasos en busca de un guía.
 El conductor seguía cerca de la entrada. Al explicarle mi situación se ofreció para acompañarme hasta la catarata.
 La verdad es que la ruta se las traía, y con la lluvía había que tener mucho cuidado. Ya casi al final me tuve que descalzar para vadear un río con tan mala fortuna que me hice una herida en la planta del pie. 
 Por lo menos, la imponente estampa de las cataratas Casaroro compensó lo accidentado del trayecto que me había conducido hasta ellas.
Llegué salvo y casi sano

 La herida en sí no había sido muy profunda, pero su estratégica situación iba a causarme algunos problemas en el futuro, habida cuenta de mi condición de pateador impenitente.
 La vuelta a Valencia no tuvo, afortunadamente, más incidentes dignos de mención. Me hubiera apetecido darme otro voltio por la ciudad, pero Fernando me advirtió de que el jeepney que estaba a punto de salir era el último del día. Me despedí agradecido de mi improvisado cicerone, al que le pagué lo acordado por el paseo en moto, más un extra por sus servicios de guía, y volví "a casa".
 El sábado por la noche prometía en una ciudad universitaria como Dumaguete. Pero no tenía el pie para muchos bailes y además había reservado una excursión para el día siguiente a una hora temprana.
 Así que me lo tomé con calma e intenté aprovechar la tesitura para descansar. Al fin y al cabo estaba en un lugar cómodo, tranquilo y acogedor. ¿Qué podía fallar?
  Que mi compañero de cuarto se pusiera en plan motosierra, como así fue.
 Mi gozo en un pozo. Aunque al final las emociones y acontecimientos vividos en el día acabaron pesando y terminé visitando la habitación del sueño.



sábado, 27 de julio de 2019

BOHOLEANDO

  Aproveché mi involuntario madrugón para ir a darme un baño en la playa cercana, que era tan vistosa y espectacular como poco práctica. Su arena blanquecina, sus bonitas aguas y las lustrosas palmeras no compensaban que la zona de baño estuviera muy acotada y su escaso calado no permitiera más que mojarme hasta la cintura. Para eso me quedo en Salou...
Más interesante iba a ser la visita a la isla de Bohol, que en una superficie relativamente reducida, ofrece atractivos de lo más variopinto.
 Fui el primer huésped al que recogió la furgoneta, que fue haciendo un recorrido por distintos alojamientos sumando componentes hasta que completó todas sus plazas. Mi espíritu niunclavelista se enervó cuando algunos de estos turistas abonaban 50 pesos menos que yo al conductor, que en mi caso fueron gustosamente recaudados por los dueños de mi albergue, a modo de comisión.
 Mi comprensible enfado pronto se mitigó al enterarme que nuestro primer destino era una antigua iglesia española. Estaba cerrada pero pude paliar mi sed histórico-cultural con la visita a un museo contiguo.
Iglesia de Baclayon

 A continuación nos internamos en los bosques tropicales insulares para acceder a una reserva donde poder contemplar a los monos Tarsier. Se trata de una de las especies de primates más pequeña del mundo, y a diferencia de sus primos más talluditos, se trata de unos seres asustadizos y entrañables.
¡Qué mono!

 Más inquietantes iban a ser los "bichos" que nos esperaban en un pequeño zoo, donde destacaban unas enormes serpientes amarillas que, afortunadamente, estaban bastante calmadas. También había algunos monos (algo más creciditos que los Tarsies) y un buen surtido de mariposas de vivos colores.
¡Qué mona!

 Se acercaba la hora de comer, así que, astuciosamente, la furgoneta nos llevó a las orillas del río Loboc, donde se apostaban unos barcos que hacían una ruta fluvial, mientras se podía comer a bordo.
 Un grupo de 3 jóvenes europeos que conformaban la expedición desoyó los cantos (no precisamente baratos) de sirena y permanecieron en tierra. Yo, en cambio, decidí tirar la casa por la ventana y embarcarme. 
Fue una acertada decisión.  Y eso a pesar de que la comida, aún siendo buffet libre, tampoco era muy allá.  Pero el navegar entre orillas selváticas fue una gran experiencia, que se complementó con la confraternización con mis compañeros de excursión que, en su gran mayoría, venían de la capital.
Hacia el corazón de las tinieblas

 El plato fuerte de la jornada no fue el que se nos sirvió en el barco, sino las "Colinas de Chocolate", cuyo nombre no deriva de que se cultive cacao en sus laderas, sino del color que cientos de ellas adquieren en el estío. Aunque nos las encontramos más bien verdosas, no dejaba de ser curioso presenciar este fenómeno geológico que, según comentaban, es uno de los lugares más visitados de las Filipinas. Y así pareció corroborarlo el gran número de turistas que se agolpaban en el mirador en pos de la foto o "selfie" correspondiente.
Colinas de Chocolate

 Siguió una breve parada en el "Man made Forest", que no era otra cosa que un vistoso bosque de grandes árboles plantados por el hombre (debió acabar baldado el pobre).
 Más entrañable para mí fue nuestro siguiente destino, ya que nos detuvimos en Sevilla, para caminar por un curioso puente de bambú sobre un río (ya no sé si era el Guadalquivir).
Sevilla y olé

 Nuestro último hito de la jornada fue aún más conmovedor. Se trataba de una estatua que celebraba el pacto de sangre que Miguel López de Legazpi selló con el jefe local Sikatuna, y que es todo un símbolo de cómo el mítico explorador vasco se desempeñó en lo que algunos indocumentados se empeñan en considerar "despiadada conquista" o "brutal colonización". Para eso habría que esperar más de 3 siglos, cuando los usenses acudieron a "civilizar" las ya más que civilizadas Filipinas.
Al centro y pa´dentro

 Por si no hubiera tenido bastantes emociones la jornada, aproveché el paso de mi furgoneta por la capital Tagbilaran para apearme, ya que había concertado una cita allí.
Pero antes me despedí cordialmente de mis compañeros de travesía. A pesar de mi condición de europeo, no fue con el grupillo de este continente con el que congenié en la excursión, sino con los filipinos, a los que yo sentí mucho más cerca cultural y emocionalmente.
 Dejando aparte lo que pudo suceder o no con mi cita de Tagbilaran, detalle que sin duda no interesará a los sesudos y selectos lectores de este blog, me ocurrió una anécdota bastante reveladora.
 En un momento de la tarde-noche, me di cuenta de que mi inseparable mochila ya no estaba junto a mí. Hice memoria y volví a un bar donde había estado media hora antes. Allí estaba esperándome intacta, en la silla donde la había abandonado inconscientemente. ¿Hubiera pasado lo mismo en...digamos... Barcelona? Probablemente no, y no hablo por hablar.
 Para volver a mi albergue en la isla de Panglao, ya no circulaba transporte público. Por ello que tuve que agenciarme un triciclo cuyo conductor no tuvo pudor en detenerse a medio camino en el arcén. No a repostar, sino a todo lo contrario, ustedes ya me entienden.
 Ello no impidió que, educación y buenas maneras obligan, aceptara incólume, aunque algo desconcertado, su apretón de manos a modo de despedida cuando acabó la carrera.
 Como guinda a tan denso día, aún tenía otra cita. Aunque visto desde fuera pareciera que soy un frívolo, no es tan fácil planificar todos estos acontecimientos sociales para que cuadre todo y no se hieran sentimientos.
 En este caso se trataba de una mujer casada que apenas había salido de la isla y que no parecía estar pasando los mejores momentos en su matrimonio. En este río revuelto, no vi muy ético meter la caña, así que nos limitamos a tener una más que cordial conversación en el salón del albergue. A pesar de tan cándido encuentro, mi cita se mostró muy agradecida por la experiencia, ya que suponía un respiro en su, últimamente, un tanto gris existencia.
 La verdad es que le había sacado mucho jugo al día. Bohol se reveló como un destino más que interesante, pero al día siguiente tocaba abandonar la isla en pos de un destino un tanto oscuro...

domingo, 9 de junio de 2019

ALONA BEACH: MÁS DURA PUDO HABER SIDO LA CAÍDA

 Después de haber pasado dos días en una gran urbe, el cuerpo me pedía algo de relax (dentro de lo que yo entiendo por tal). La cercana isla de Bohol parecía el lugar indicado.
 Me despedí de las populosas calles de Cebú con un paseo de unos 25 minutos hasta el puerto. 
 Mientras estaba en la sala de espera,  me vino una mujer ofreciendo un masaje. Aunque el producto era el mismo (más o menos) que se me había ofrecido en mi primera noche en Cebú, el enfoque era completamente distinto. Se trataba de unas mujeres de mediana edad con atuendo de enfermeras, y sus masajes se limitaban al cuello y los hombros, careciendo del "final feliz" que se le presuponía a las anteriores.
 El trayecto en barco no pasó de las dos horas, y sentado en la cubierta fue de lo más agradable.
Surcando el estrecho de Cebú

 Arribamos a Tagbilaran, capital de la isla de Bohol.  Había estudiado la posibilidad de haberme quedado a pernoctar allí. Pero, a pesar de ser una ciudad costera, no tiene mucho encanto. Así que en su lugar, reservé alojamiento en Alona Beach, que como su nombre promete, es un destino playero. No está situado exactamente en Bohol, sino en una isla más pequeña pegada a aquélla y unida por un puente, que obedece al nombre de Panglao.
  Para llegar a Alona Beach tomé un triciclo que empleó una media hora.
Humilde pero espacioso y colorido

 En busca de un poco más de espacio vital, esta vez había reservado un habitáculo igualmente humilde, pero algo menos opresivo. Se trataba de un albergue de estilo hawaiano, muy apropiado para el entorno que lo rodeaba.
 No tardé en salir a explorar ese entorno tan sugerente.
 Así que tomé rumbo a lo que, según mi guía turística, se trataba de una playa apartada y paradísiaca.
El segundo apelativo era un poco exagerado, pero el primero estaba bastante bien traído. Ya que tras la pateada reglamentaria, me encontraba alejado de todo rastro de civilización, en una playa bastante salvaje. Yo seguía caminando en espera de encontrarme con la madre de todas las playas, pero tras un buen rato, ya casi a punto de salirme del mapa, me encontré con un manglar que detuvo mi camino. Mi espítitu robinsoniano había ya cumplido su cuota y decidí regresar.
Playa Danao

 Las altas temperaturas estaban empezando a pasarme factura, por lo que decidí comprar un helado en un humilde colmado. No pude evitar la experimentación adquiriendo un polo con sabor a queso que, como era de esperar con ese gusto, no resultó nada refrescante.
  Para esa noche había reservado una excursión para ver luciérnagas en un río. Astuciosamente no lo hice en el albergue, sino en una agencia del pueblo, ahorrándome 200 pesos. En sí la idea de ver luciérnagas no me decía mucho. Lo que más me atraía era hacer una ruta por el río de noche.
 Una furgoneta nos llevó a un embarcadero situado a unos 30 km, en la isla grande (Bohol).  En la furgoneta íbamos sólo 4 personas, pero en el destino nos juntamos con otros tours y nos montamos en una barca.
 Dando fe de la laxa política en materia laboral del país, unos adolescentes  hacían de guías gobernando  la nave y dando algunas explicaciones. 
  Poco después de comenzar la travesía acercaron el barco a una orilla arbolada y lo detuvieron.
 El tinajero jefe nos señaló uno de los árboles en el que se podían apreciar cientos de puntos luminosos en movimiento, conformando una destacable estampa.
  Seguimos la ruta parando en 4 ó 5 puntos. Era curioso ver cómo las luciérnagas se concentraban en unos cuántos árboles aislados, ignorando al resto. En una de las paradas nos acercamos un poco más y algunas de las luciérnagas se pusieron a nuestro alcance. Uno de los guías atrapó una y nos la fue pasando. Eso sí, aclaro que la interfecta sobrevivió al envite, por lo que puedo afirmar y afirmo que ningún animal fue dañado en la realización de esta entrada.
  Mientras la furgoneta nos llevaba de vuelta al albergue, reflexionaba sobre qué iba a hacer al día siguiente. La idea era clara: visitar la isla de Bohol. Pero podía dejarme llevar por un tour turístico o alquilar una motocicleta y hacerlo por mi cuenta. El espíritu aventurero venció al prudente y me decanté por la segunda.
  Nada más llega al albergue hablé con la encargada y me consiguió el deseado vehículo.  Ya sólo faltaba por pulir un pequeño detalle: no sé conducir motos. La confiada mujer le restó importancia y me puso en contacto con una alberguista que, generosamente, me dio un curso acelerado de arranque y conducción.
 No parecía muy complicado. Pero aun así, solicité hacer una prueba por las inmediaciones.
 Los primeros 10 segundos fueron como la seda. Ángel Nieto ya tenía sucesor. Pero cuando intenté detener el vehículo, pareció tomar vida propia y dejó de responder a mis deseos. Tuve que apearme mientras la moto siguió unos metros en solitario antes de caer estrepitosamente al suelo.
 Si eso me había sucedido en una carretera solitaria, no quería ni imaginarme el tamaño del estropicio que podía causar en un poblado con tráfico denso o en una bajada pronunciada.
 Así que, escarmentando en cabeza propia, le devolví la moto a la señora del albergue, que ya no veía con tan buenos ojos su arrendamiento.
 Ahora sí que estaba claro. Tour guiado en furgoneta, que si se estrella el vehículo, por lo menos no será por mi culpa.
 Aún podía haber rascado 50 pesos reservando la excursión en la agencia de las luciérnagas, pero después del susto que le dí a la señora con la moto, decidí contratarlo en el albergue.
 Ya con el pulso restablecido, me retiré a mis aposentos a descansar. Aunque antes de caer en brazos de Morfeo hice un trabajo de campo en la aplicación de pototeo que daría sus frutos al día siguiente.





 

martes, 30 de abril de 2019

CEBÚ: EL SANTO NIÑO Y LA SANTA NIÑA

 Lejos de haber sido una experiencia claustrofóbica, mi primera noche en una cápsula había sido bastante plácida y pude descansar en condiciones.
 Casualmente, muy cerca del albergue se situaba el Casino Español de Cebú, al que no dudé en poner rumbo en mi primera salida del día. Me las prometía muy felices comiendo paella (aunque no me guste mucho) y conversando con los últimos hispanohablantes de la ciudad, cuando una segurata me impidió el paso al recinto. Mi condición de súdbito español fue papel mojado, ante el triste hecho de que el acceso al recinto estaba permitido exclusivamente a los socios.
Casino Español de Cebú: el elitismo se impuso al patriotismo

  Las penas con pan son menos. Así que mi siguiente destino era un restaurante vegetariano (una rara avis en un país claramente carnívoro) que recomendaba mi guía de viaje. Gasté con creces las calorías que iba a ingerir, habida cuenta de lo recóndito del lugar. Aparte de estar lejos, costaba bastante encontrarlo, y al toparme con un recinto tan humilde, no pude evitar una cierta decepción.  Pero lo que cuenta en este caso es la comida, y por poco más de un euro, me puse como el Quico a base de suculentos  y nutritivos platos.
Ternera parece, carne no es..¿qué es? Vaya usted a saber, pero estaba rico

 Era hora ya de dirigirme hacia el centro histórico, que como sucede en toda ciudad filipina que se precie había quedado hecho papilla en la Segunda Guerra Mundial.
 Ajenos a añoranzas históricas, miles de cebuanos colapsaban las bulliciosas calles del centro de la ciudad.
Esto se anima

 El cogollo central contaba con un control de seguridad para acceder. En la ciudad habían comenzado las fiestas del Santo Niño, en las que se venera a una efigie del Niño Jesús que trajo Magallanes en su visita a la isla de Cebú.
 Todavía no habíamos llegado al día grande de las fiestas, pero la iglesia donde se guarda la reliquia (que es además la primera iglesia católica erigida en el país)  y las calles aledañas estaban a rebosar.
 Iba un poco pillado de tiempo, por lo que no me quedé a escuchar la homilía, que además iba a ser en cebuano, idioma con el cual aún no estaba familiarizado.
¡Viva Pit Señor!

 Junto a la iglesia, y en medio de una plaza, se encuentra otro hito histórico-religioso: la Cruz de Magallanes.  En ese lugar, el marino portugués y sus acompañantes plantaron una cruz de madera, que se puede considerar como el germen del cristianismo en el archipiélago.
 Como con la cruz iba la espada, no muy lejos de allí se erige el Fuerte de San Pedro, fortaleza de forma triangular erigida por los españoles para defender la plaza de los invasores moros. 

 Por si quedaba alguna duda de la impronta española en la zona, junto al fuerte se puede encontrar una estatua de Don Miguel López de Legazpi, primer gobernador de la Capitanía General de las Filipinas.
Estatua de Legazpi

 Ya de vuelta al albergue, alargué un poco la ruta para visitar el Parián de Cebú. Los parianes eran los barrios donde se asentaba la comunidad china, que en un número considerable se instaló en el país durante el dominio español. Al igual que ahora, esta comunidad destacaba por su dinamismo comercial. Con el tiempo, estos chinos acabaron naturalizándose españoles, adoptando el idioma e incluso hispanizando sus apellidos.
 A pesar de que hoy en día estos parianes no están reservados para ciudadanos chinos, en las pocas casas antiguas que se conservan, sí que se puede apreciar una arquitectura característica con influencias del país asiático. 
 Intenté visitar el Museo Casa Gorordo (típico ejemplo de arquitectura colonial española) pero estaba cerrado. Más suerte tuve con la casa Yap-Sandiego, erigida en el siglo XVII, lo cual la convierte en una de las casas más antiguas de las Filipinas.  Está excelentemente conservada, y es una visita de lo más recomendable.
Casa Yap-Sandiego (tomada de https://www.choosephilippines.com/)

 Ya me había culturizado bastante, así que volví al albergue para satisfacer otras necesidades menos intelectuales.
 Probé suerte con la página de pototeo que he comentado en anteriores entradas y como se suele decir en Aragón, "no adubía". La combinación de ciudad muy poblada, a la vez que no demasiado turística, sumada a mi irresistible alias "Legazpi", se revelaba muy favorable a mis intereses.
 Pero uno tiene ya una edad y algo de experiencia para pensar en hacer alardes. Quien mucho abarca, "abarcudo". Así que en cuanto apalabré una cita, concluí mi escaneo virtual.
 Se me acumulaba la faena, ya que aún tenía que decidir a dónde ir al día siguiente, con reserva de alojamiento incluida, y no había cenado.
 Viendo que mi encuentro se iba a demorar, me acerqué a un supermercado "7-Eleven" muy cercano al albergue para picar algo. Descubrí una jugada que iba como anillo al dedo para mi austeridad e interés por la gastronomía local. Había algunos platos preparados que se podían calentar en el establecimiento y comerlos alí mismo. No estamos hablando de alta cocina, pero al menos era un plato caliente  a precio de risa. 
 Mientras cenaba, seguía en contacto con mi "amiga" que, por lo que me decía en sus mensajes al móvil, tenía ciertos problemas para encontrar el albergue. La verdad es que la cita tenía mucho de improvisación. Al comentarle que no sabía dónde iba a ir al día siguiente, me sugirió que fuéramos juntos a Oslob, localidad costera cercana donde se puede bucear junto a los imponentes tiburones-ballena.
 Dada la familiaridad con la que me propuso el plan, vi claro que no era la primera vez que hacía algo así. Evidentemente, y más con el niunclavelismo que me caracteriza, no me apetecía mucho jugar el papel de "extranjero rico que lo paga todo". Porque ni soy rico, ni en Filipinas me sentía del todo extranjero.
 Pero como parecía estar a punto de llegar, pensé que sería mejor discutir esos detalles en persona.
 Las siguientes dos horas fueron un interminable intercambio de mensajes en los que no cesaba de dar pistas a mi cita para que pudiera llegar al lugar convenido.
 Siendo ya casi la una de la noche, y con el planteamiento del día siguiente aún por perfilar, tenía mi líbido por los suelos.  Bajo tierra se ocultó cuando apareció una jovencita escuálida y bajita, que si no fuera por su pelo moreno y rasgos asiáticos, hubiera podido confundir fácilmente con mi sobrina.
 Si no me había mentido en su edad (según ella 25), sí lo había hecho en su lugar de procedencia. Me había explicado que vivía en un barrio cercano, pero en realidad estaba en una pedanía tan lejana que había tenido que tomar 3 jeepneys y alquilar una moto para llegar al destino. Por lo menos no se le puede negar interés y perseverancia.
 Si tenemos en cuenta que la conversación entre nosotros tampoco era muy fluida (su inglés no era muy allá), me encontraba en una situación un tanto incómoda. 
 Descartada por completo la idea de ir con ella a Oslob, y sin ni siquiera plantearme todo asomo de ejercer actos de "intimidad compartida", debía moverme entre la diplomacia y la asertividad para evitar daños propios y colaterales.
 Cuando le dije que había descartado "llevarla" a Oslob mostró una cierta decepción, pero creo que hasta ella se daba cuenta de que era algo absolutamente forzado. Estuvimos charlando un poco y dentro de la cordialidad vimos ambos que allí no había mucho que rascar. Así que le pagué un taxi y se volvió a su casa sin más novedad.
 Evidentemente mi elección no había sido la más adecuada. Pero como dice el mítico Berges, no estábamos allí para taladrar.
 Una vez recuperada mi individualidad, me metí en la cápsula y organizé en un rato mis siguientes dos días por las Filipinas.
 En mi siguiente destino iba a intentar encontrar el contrapunto con el ajetreo de la populosa ciudad de Cebú, que si bien al principio me asustó un poco, me acabó pareciendo un lugar de lo más interesante.
 
 




 

viernes, 19 de abril de 2019

ENCAPSULADO EN CEBÚ

  Un poco antes de las 6 de la mañana, me desperté en la cama del albergue. Antes de girarme para volver en brazos de Morfeo, observé que mi móvil no estaba en la cabecera, que era donde recordaba haberlo dejado. 
 Tras tantear el resto de la cama y no encontrarlo, intenté buscar por el suelo. Tarea nada fácil, ya que estaba cubierto por bolsas, ropas y mochilas, con idéntico resultado.
 Como no había mucho más que hacer, intenté dormir hasta que se fuera despertando la gente. Este intento fue tan poco fructífero como el de la búsqueda.
 Conforme se iban despertando mis compañeros de cuarto, les preguntaba si habían encontrado un móvil. Se me pasó por la cabeza que hasta algún caco podía haber entrado durante la noche y haberlo sustraído. 
 La verdad es que por un teléfono de menos de 70 € no hay que penar mucho. Pero en este caso se trataba de mi medio para reservar el viaje, buscar información, además de contener muchas de las fotos que había hecho. Por no hablar de la cantidad de información que esos bichos llevan sobre nosotros, que es mejor que no caigan en según qué manos.
 Después de unas horas de inquietud y de infructuosa búsqueda, el humilde pero deseado celular apareció cuando se me ocurrió la feliz idea de buscarlo en un bolsillo de mi pantalón. Y eso que la noche anterior sólo me había bebido una San Miguel...
 Con el alivio de recuperar lo que nunca había perdido recogí mis cosas para montarme en la furgoneta que me iba a llevar a Puerto Princesa. Además de unos cuantos locales, coincidí con el compañero de albergue que dormía debajo de mi cama.
Se trataba de un pedazo de armario finlandés barbudo y rapado al cero.  Su más que rudo aspecto contrastaba con su carácter amistoso y su interesante conversación.
 La furgoneta me dejó en el aeropuerto de Puerto Princesa. Como tenía unas 2 horas hasta que salía mi vuelo, me fui a dar un voltio por la ciudad, tras haber facturado mi maleta. El aeropuerto está tan cerca que se puede ir andando sin problemas.
 Como ya comenté en una entrada anterior, Puerto Princesa es una ciudad poco destacable en el aspecto turístico, a pesar de su sugerente nombre. Tampoco es, ni mucho menos, una referencia a nivel gastronómico. Por lo menos si se toma de referencia la pizza que me sirvieron en un local con nombre italiano. Una masa excesivamente gruesa, una estética muy discutible y una gran cantidad de cebolla prácticamente cruda, hicieron que la filipina desbancara a la cubana en mi particular palmarés de pizzas poco afortunadas. En atención a mi estómago, no me atreví a probar ninguna más en mi viaje, así que me queda la duda de si en otros lugares del archipiélago tienen más tino en prepararlas.
 Aparte de un retraso de una hora y media, el  corto vuelo no presentó ningún problema. Por lo menos desde el punto de vista externo. 
  Mi moral, que suele estar a un nivel muy alto en mis viajes, estaba empezando a resquebrajarse.
 Había reservado dos noches en Cebú (la segunda ciudad de Filipinas) y no tenía ningún plan para hacer  después. En esos momentos pensaba que las 3 semanas de viaje se me iban a hacer largas sin saber muy bien qué hacer.
  Además, al encontrarme de bruces con una gran ciudad que, a primera vista desde el aire me recordaba a Manila, era un contraste demasiado fuerte con el aire relajado y los maravillosos paisajes de Palawan.
 Más allá de consideraciones anímicas y filosóficas, me enfrentaba a un problema más inmediato y mundano: cómo llegar al albergue. 
 Por supuesto, pensé en mi viejo amigo Grab (Uber versión asiática). No había wifi en el aeropuerto, así que busqué un mostrador de la aplicación como el que ya había utilizado en Manila. Al no encontrarlo pregunté en información. Me dijeron que no lo había, pero se ofrecieron a hacerme la gestión. 
 Era hora punta y costó un poco. Sólo me pudieron conseguir un taxi Grab sin tarifa prefijada. No estaba para exigir mucho así que acepté. Mientras caminaba al lugar de recogida, vi como gracias a esta jugada maestra, me saltaba una cola de unas 100 personas que esperaban pacientemente a ser recogidas por un taxi convencional.
 A pesar de que, atascos mediante, la carrera duró más de media hora, la tarifa se mantuvo dentro de lo razonable.
Hogar, pequeño hogar

 El albergue reservado para la ocasión era algo novedoso para mí. En lugar de pernoctar en una habitación compartida, iba a hacerlo en una cápsula.  La idea de dormir en un habitáculo de unos 2 metros de largo por 1 de alto y unos 80 cm de ancho, suena un poco claustrofóbica. Pero tiene sus ventajas, ya que se evitan los clásicos y molestos ronquidos de las motosierras de rigor. 
 Por lo demás, el albergue contaba con el resto de servicios (duchas o salón) en tamaño estándar. Quizá el mayor problema era el manejarse a la hora de abrir la maleta, ya que se tenía que hacer en un estrecho pasillo lleno de mochilas.
 Antes de probar la nueva experiencia de dormir encapsulado, quise dar un paseo de inspección por la ciudad.
 Pronto me encontré con una calle bastante animada, con algunos garitos abiertos.  Para mi sorpresa se me acercó una joven bien parecida con una actitud muy amistosa. Mi ego empezó a crecer exponencialmente, hasta que escuchó la palabra "masaje". Me deshice cortésmente de mi nueva "amiga", hasta que otra vino rauda a ocupar su lugar. En ese preciso momento mi espalda no estaba particularmente contracturada, así que decliné su tentadora oferta.
 La situación, que al principio casi tenía su gracia, empezó a tornarse incómoda cuando la tercera masajista  (o algo más) intentaba vencer mi recelo, a la vez que un siniestro personaje me ofrecía por la banda contraria un paquete de píldoras de forma romboidal.
 Entre salir por Huesca y no sumar ni por milagro divino y lo que me estaba pasando en Cebú tiene que haber un prudente término medio.
   Viendo el panorama, di por finiquitada la expedición y volví al albergue con paso firme y mirada perdida, sorteando como pude las acometidas de las insistentes señoritas.
 Me esperaba una confortable cápsula, toda para mí solito.
 
 

 


miércoles, 10 de abril de 2019

EL NIDO

 Aproveché mi primera y última mañana en Taytay para despedirme de la Fortaleza, antes de tomar una furgoneta para El Nido, uno de los lugares más turísticos de las Filipinas.
 Esta vez el trayecto fue bastante llevadero, ya que tras apenas hora y media de haber partido, nos encontramos con los primeros hoteles. La placidez de Taytay había quedado atrás.
 Volví a hacer gala de mi humildad tras haber dormido en una "suite de Luxe" en Manila, en un hostel para mí solo en Puerto Princesa y en un chalet en Taytay. Esta vez me tuve que conformar con una angosta habitación sin ventanas donde se apilaban 8 literas, dejando un escaso espacio vital per cápita. Pero lo que este albergue tenía de humilde, lo tenía de estratégico, dada su privilegiada situación: casi en primera línea de playa, a un par de minutos de la estación de autobuses y junto a un enorme supermercado.
 Enseguida me lancé a inspeccionar la zona. En sólo 3 minutos me planté en la playa de Corong Corong, que era tan bonita como poco práctica. Las aguas cristalinas, los cocoteros y la arena blanca prometían mucho, pero su escaso calado la hacía impracticable para el baño.
 Buscando emociones más fuertes enfilé mis pasos hacia el pueblo de El Nido, que distaba alrededor de 1 km de mi alojamiento. Numerosos triciclos se prestaron a llevarme por 50 pesos, pero evidentemente preferí hacerlo andando por una transitada carretera.
 El pueblo es bastante pequeño, pero presenta mucha animación. Está atestado de alojamientos, restaurantes, baretos y tiendas. La playa mejoraba un poco la de Corong Corong, pero tampoco era para echar cohetes.
Atardecer en Corong Corong

 La hora del ocaso se acercaba, y calculé que en la primera playa, por su orientación, podría haber una puesta de sol competente. Así que volví a ella en desigual carrera contra el Astro Rey que, sin embargo, conseguí ganar.  Pude llegar a tiempo para ver un atardecer de auténtica enjundia.
 Todas estas emociones y caminatas me habían abierto el apetito. El albergue carecía de cocina, lo cual me obligaba a cenar fuera. En un país tan asequible, eso no es ningún problema. Así que hice una inspección por la zona buscando un equilibrio entre la exagerada humildad de unos establecimientos con la previsible clavada que esperaba en otros.
 Y lo que encontré, no sólo cumplía esos requisitos, sino que ofrecía una experiencia culinaria inesperada y novedosa: carne de cocodrilo. La curiosidad venció a la prevención y me senté a cenar. 

Alta cocina palawanesa

 Me sacaron una cazuela con carne picada especiada un poco picante.  Por su aspecto, podría haber pasado fácilmente por ternera. La verdad es que me gustó bastante. Y además, según decía un letrero en el restaurante, es una carne de lo más sana.
  Sin duda es mucho más sano comer cocodrilo que ser comido por uno. Allí les doy la razón.
 Al volver al albergue me encontré con un barcelonés al que le comenté mi nuevo hallazgo gastronómico, que despertó su interés. Tanto que se animó a catarlo. Le acompañé y aproveché  que no le entusiasmó tanto como a mí para rematar su ración, que había quedado a medias. Ya sé que hacer eso no es precisamente el colmo del protocolo. Pero, ¿quién sabe cuándo podría volver a tener la oportunidad de comer cocodrilo?
 Para el día siguiente había reservado un tour por el archipiélago de Bacuit. Hay 4 tipos distintos (A,B,C y D). No me maté mucho la cabeza y elegí el más recomendado. Estando en un lugar tan turístico, ya no colaba dármelas de alternativo.
  Junto con otro compañero alberguista fuimos recogidos a primera hora de la mañana por un triciclo que nos llevó al pueblo de El Nido, ya que desde allí partía la excursión. 
 Casi me emociono cuando el guía nos contaba diciendo para sí :"dose,trese,catorse,quinse...". Los números son uno de los muchos aportes que el español legó a las lenguas locales.
 Nos acomodamos en un típico barco filipino y empezamos a navegar por las bonitas aguas de la bahía.
Típico barco filipino
 Se supone que nuestra primera parada era una playa llamada "Siete Comandos", que por lo que se comenta, es la bomba. Pero en una decisión totalmente unilateral, el patrón del barco decidió que nos la saltábamos porque a esa hora "había demasiados turistas".

 Parece que tan endeble excusa no se aplicó de allí en adelante, puesto que nuestra ruta fue todo menos solitaria.
Pronto hice migas con un uruguayo al que sus rasgos centroeuropeos me hicieron confundir al principio con un alemán cualquiera.  Curiosamente, mi compañero de albergue sí que era alemán, pero su piel morena, sugería un origen más "americano". No hay que fiarse de las apariencias.
 Nuestra primera escala fue en otra playa "solitaria"  (otros 5 ó 6 barcos habían tenido la misma idea) donde hicimos un poco de buceo. No se veían grandes maravillas, pero estuvo bien.
 Luego llegó el turno del "Secret Lagoon" (Laguna Secreta), que dio lugar a muchas coñas, habida cuenta de nos la encontramos en hora punta. El desembarco en la isla de Miniloc fue un poco complicado debido al fondo rocoso por el que tuvimos que acceder. Afortunadamente había alquilado unas sandalias de goma que evitaron que mis pies sufrieran más de la cuenta.
Si algún día me pierdo, búsquenme por aquí

 Dejando aparte las rocas y las hordas turísticas, el enclave era totalmente privilegiado. Lo que uno espera cuando le hablan de islas paradisiacas.
 La gracia de la visita consistía en meterse por un pasadizo que daba acceso a una pequeña laguna, rodeada por una pared rocosa. Le quitaba mucho encanto al asunto el tener que esperar un buen rato en una más que concurrida cola que avanzaba muy lentamente.
 Nada mejor que superar esa pequeña decepción con una buena comida. Nos fuimos con el barco a un lugar más discreto y mientras echamos un buceo por las inmediaciones, nos prepararon un banquete de enjundia. Me esperaba algo "de batalla" para salir del paso, pero la comida fue de lo mejorcito que pude probar en todo mi periplo filipino.
Solo nos faltó cocodrilo

 Y no pudo haber mejor postre para tan suculento ágape que la visita más interesante del todo el recorrido. Se trataba del "Big Lagoon" (Laguna Grande) que consistía en una especie de laguna marina a la que se accedía por un estrecho brazo de mar. Para ello había que alquilar un kayak que compartí con mi compañero uruguayo. Nuestra poca pericia piragüista hizo que nos costara llevar un rumbo mínimamente recto. Pero en cuanto nos conseguimos sincronizar, empezamos a disfrutar de la experiencia de navegar plácidamente por un entorno tan privilegiado.
 Ya de vuelta a El Nido nuestro patrón decidió meterle caña a su bajel, lo que sumado a que el mar estaba un poco picado, hizo que acabáramos totalmente empapados. Afortunadamente, me había agenciado antes del tour una bolsa impermeable, que evitó males mayores en mis aparatos electrónicos.
Fin de trayecto

 A pesar de la turistada y de habernos escamoteado la primera playa, la visita por las Islas Bicuit había merecido la pena. Me hubiera gustado hacer alguno de los otros tours, pero al día siguiente iba a abandonar la isla de Palawan y lo dejaré para mejor ocasión.
 Lo suyo hubiera sido una salida nocturna por el Nido, que se empezaba a animar a la caída de la noche. Pero no andaba yo sobrado de energías y me retiré pronto a mi congestionado pero entrañable albergue. 
 Tras haber visto una parte de las maravillas que contiene este rincón de la isla de Palawan, me preguntaba qué prisa tenía en abandonarla.  Apenas había pasado un día y medio en ella.  
 Esta es la parte negativa de mis viajes relámpago. En cuento me encariño con un lugar, es hora de abandonarlo.
 Pero por otro lado, la perspectiva de conocer nuevos lugares, compensaba con creces la melancolía.
 Otros rincones de las Filipinas esperaban mi visita.