jueves, 25 de agosto de 2022

PLOVDIV: ORGULLO PROLETARIO

 Durante el tercer día de mi estancia en el albergue de Sofía se habían incorporado dos huéspedes a mi habitación. Cada uno de ellos hizo su particular aportación. El primero era un simpático maño, que me descubrió la aplicación Maps.me. Gracias a ella no me volví a perder en mi viaje. El segundo de ellos se trataba de un surcoreano de avanzada edad, que nos regaló esa noche un intenso concierto de ronquidos en Sol Mayor. Cuando mi compañero zaragozano y yo estábamos al borde de la desesperación, se produjo un giro de guión (y de posición). El huésped asiático limitó sus decibelios y pudimos descansar un poco.
 Ya tocaba abandonar Sofía, pero no quise hacerlo sin visitar el Museo de Arte Socialista. Siempre me han atraído los grandes murales que mostraban lo felices que eran las personas y lo bien que funcionaban las cosas en los países que estaban al otro lado del telón de acero. No quiere decir que me los crea, pero estéticamente me parecen muy bonitos. 
 Mis esperanzas revolucionarias quedaron un tanto frustradas cuando comprobé que la pequeña sala del museo solo contenía cuadros pequeños y algunos bustos. ¿Dónde estaba el típico agricultor o trabajador industrial en una escena de grandes dimensiones? Allí desde luego que no. Por suerte, en un jardín exterior, a falta de murales había un gran número de efigies de personajes como Marx o Lenin. Con buen criterio, en lugar de destruir o almacenar las estatuas de la época comunista, se han llevado todas allí para que las vea quien quiera contemplarlas. 
                                    
Marx frente al capitalismo
 Del museo me dirigí a la estación de autobuses con el objetivo de conseguir billete para la ciudad de Plovdiv. Muy confiado iba yo hasta que me topé con la burocracia búlgara. La empleada que me atendió me dijo que en esa taquilla solo se podían comprar los billetes de los viajes que partían hasta las 2 de la tarde, y que estaban todos agotados. Para las expediciones que tenían lugar más tarde, había que ir a otra taquilla, que en ese momento se encontraba cerrada. Me había confiado demasiado y por momentos se me complicaba mi plan de viaje.
 Probé suerte con en la estación de tren, con muy distinto signo. Conseguí sin problemas un billete de tren que partía en media hora, y además a mejor precio que el autobús. Como contrapartida, el tiempo de trayecto era mayor, y el tren estaba bastante obsoleto. Miel sobre hojuelas para mí, que no tenía ninguna prisa y sé valorar el sabor añejo que impregnaba los vagones. Estos estaban compuestos por compartimentos de tres asientos enfrentados y un pasillo lateral. Hacía muchísimos años que no montaba en un tren así, y fue una experiencia que valoré en gran medida.
                                   
       Viaje en el tiempo 
 Y esa experiencia todavía mejoró cuando en una estación se subieron un hombre con sus dos hijos (una pareja de adolescentes) al tren y ocuparon mi compartimento. Se trataba de una familia de Cornellá (Barcelona), con la que pronto empecé a hacer buenas migas. Al llegar a nuestro destino, el padre me propuso que les acompañara en su cena de esa noche. Pocas cosas hay más tristes que comer en solitario en un restaurante, por lo que acepté de buen grado su ofrecimiento.
 De camino al albergue ya me pude hacer una idea de los encantos de la ciudad. En primer lugar, recorriendo una amplia y animada avenida peatonal plagada de comercios. Tras ella me interné en el casco histórico de la ciudad, que es su auténtico plato fuerte. Calles empedradas, mansiones de época, ruinas romanas... Numerosos vestigios que dan fe de la dilatada historia de Plovdiv y de su importancia. No en vano fue en su día la capital del país y en 2019 fue elegida como Capital Europea de la Cultura.
                               
Anfiteatro Romano de Plovdiv
 Mi albergue no tenía tanta historia ni cultura, aunque estaba situado en medio del cogollo histórico. Un agradable patio ajardinado era el preludio de una habitación un tanto agobiante. Nada menos que 15 literas se agrupaban en pisos de 3, aprovechando al máximo el espacio con el que contaba el cuarto. El piso inferior estaba a ras de suelo, y el superior, a una altura considerable. Por suerte quedaba libre una cama en el piso central que ocupé antes de que volara.
 En tan opresiva atmósfera no podía estar por mucho tiempo, por lo que enseguida salí a explorar la ciudad. A semejanza de lo que me había ocurrido en Sofía, me faltaba algo de contexto para valorar los elementos que me iba encontrando. Eso pedía a gritos un tour gratuito, pero ese día ya era tarde. También se me hacía un poco cuesta arriba estar solo de nuevo, tras los dos días con mis amigos de Sofía. Por ello, agradecí que llegaran las 8 y media de la tarde para acudir al lugar  que mis improvisados compañeros había escogido para cenar. La verdad es que la elección no había podido ser más afortunada.  Se trataba de un restaurante de bastante enjundia, pero frecuentado por locales, por lo que los precios eran razonables y la comida, de calidad. No le fue a la zaga la compañía. Ambos Diegos (padre e hijo) y Sofía (la hija) me hicieron sentir como en familia a la par que devoraba exquisitos manjares búlgaros como el Tarator (sopa a base de yogur y pepino) o los Kiufte (una especie de hamburguesas).
                                     
Espacio bien aprovechado
 Contrariamente a lo esperado, el habitáculo de mi albergue, aparentemente opresivo, se reveló como idóneo para el descanso. Al disponer de cortina permitía bastante intimidad, y el contar con paredes de separación entre grupos de camas, hacía que los ruidos llegaran muy mitigados.
 No iban a tener una noche tan plácida un grupo de huéspedes que, ante la gran demanda que presentaba el albergue y la falta de camas para acogerlos, tuvieron que dormir en el suelo del salón. Y es que siempre ha habido clases. En este caso,  como complemento a mi visita comunista de esa misma mañana, me sentí repentinamente imbuido de espíritu proletario. Desde mi humilde cama, pero cama al fin y al cabo, pude mirar por encima del hombro al lumpen que yacía en el piso del albergue.


4 comentarios:

Tyrannosaurus dijo...

Ya veo que te encontraste con un simpático paisano mio. Llama la atención la cantidad de hispano parlantes con los que coincidiste. Supongo que eso habla bien de Bulgaria como destino turístico que puede sorprender gratamente. No se si te has planteado probar con tapones de goma para amortiguar el ruido de las molestas motosierras. En mi caso, son mano de santo y confieso que me he vuelto adicto tras descubrir que a la presión adecuada, hacen que el despertador tenga un efecto casi similar y ademas disminuyen el nivel de los ruidos molestos lo suficiente como para permitir un plácido descanso.

Rufus dijo...

Aunque Bulgaria no es un destino turístico masivo, sí que es cierto que no es extraño encontrarse con hispanoparlantes. Coincidí con alguno más en mi viaje.
Suelo llevar tapones para los oídos. Aunque consiguen amortiguar los ruidos, se revelan insuficientes ante las motosierras más competentes.

joaquin.chc@gmail.com dijo...

Espinoso asunto el de los roncadores en dormitorios comunitarios.
Una persona que, conociendo su condición ronquil, se aloja en habitaciones compartidas con desconocidos a los que sabe indubitadamente que va a impedir descansar con normalidad, ¿qué tipo de monstruo social es?, ¿qué códigos éticos dirigen su existencia?
Claramente son sujetos que muestran un nulo respeto por los demás.
Su comportamiento egoísta, insolidario y tóxico no debería ser pasado por alto ni consentido en absoluto.
Hay que pasar a la acción ante tales bárbaros y no limitarse a gestos de autodefensa de dudosa eficacia como colocarse tapones que además pueden acarrear complicaciones otíticas.
En las ocasiones en las que en mis años de mochilero me encontré ante situaciones límite de este tipo (especialmente en refugios de montaña) mi modus operandi consistía en despertar como fuera preciso al roncante.
Una persona que gratuitamente impide dormir a los demás no merece en absoluto descansar en paz, no sería justo.
¿Roncas?, te despierto.
Y hasta que el salvaje insolidario vuelva a conciliar su estruendoso sueño, los demás, sus víctimas, podrán descansar.
Así todas las veces necesarias.

Rufus dijo...

Coincido contigo en tu apreciación sobre los roncadores. A mí ya me da apuro entrar de noche a una habitación de albergue para no molestar a los huéspedes que descansan. No sería capaz de echarme a dormir tranquilamente sabiendo que voy a amargar la noche a mis compañeros.
Sin llegar a una solución tan contundente como la tuya, más de una vez he dado algún toque o movido al roncante para que cambie de postura sin despertarse y ha dejado de roncar. Pero en algún caso, la única opción viable sería la que propones.