domingo, 11 de septiembre de 2016

LE LLAMABAN TRINIDAD

 De Cienfuegos a Trinidad, apenas hay una hora y media en autobús. En este caso me tocó compartir el trayecto con un joven pamplonica que llevaba más de un mes en la isla. Eso le había servido para curtirse y descubrir todos los vericuetos que un turista espartano que se precie tiene que explorar. Ciertamente, una visita a Cuba exige un periodo de rodaje para adaptarse a tan singular entorno. Yo me vi obligado a realizarlo en un brevísimo espacio de tiempo.
 Al bajar en la estación de Trinidad, un grupo de enfervorecidas patronas estaban a la caza del inquilino desvalido. Las pude sortear, no sin apuros, tras explicarles que ya tenía reserva.
 En este caso se trataba de una casa colonial de techos muy altos, en la que me esperaba una enorme habitación.
Descomunal habitación (toda para mí solo)
 En ese momento, no pude disfrutar mucho de sus comodidades y grandes dimensiones, ya que, en cuanto dejé la maleta les pregunté a mis anfitriones cómo podía llegar a la playa. La costa estaba relativamente cerca de Trinidad y, según mi calendario, iba a ser mi única oportunidad en el viaje de tomarme un baño en el mar.
 Me explicaron que podía tomar un autobús o un taxi. Ni qué decir tiene que fui en busca del primero. Pero fue demasiado tarde. A esas horas (sobre las 4 de la tarde) ya no salía transporte público a Playa Ancón. El taxi me pedía 15 CUC por la ida y vuelta, pero se me ocurrió una idea mejor (o por lo menos más económica). Volví a la casa y le pregunté al dueño si me podía conseguir una bicicleta de alquiler.
 Dicho y hecho. A los 20 minutos, ya tenía en mi poder una anticuada pero fiable bicicleta. Me sorprendió la ausencia de manetas de freno (no tanto el que sólo tuviese una marcha). El sistema de frenado era cuanto menos sorprendente. Al pedalear hacia atrás, la bicicleta se detenía.
 Ya montado en mi improvisado medio de transporte, me sentí un aventurero en cuanto abandoné las calles de Trinidad en busca de la costa.
 Al rato llegué a un pueblo costero llamado La Boca, en el que había una playa no muy bonita, pero con gran ambiente local.
 Seguí mi camino, paralelo a la costa, mientras buscaba alguna playa paradisiaca, que es lo que uno espera cuando está en el Caribe. Me detuve en algunas, pero todas ellas estaban trufadas de rocas y distaban mucho de las fotos con las que las agencias de viajes nos hacen picar el anzuelo.
 Llegué a lo que parecía el final de la carretera y me di un baño exprés en las cálidas aguas caribeñas. No sólo para evitar la sustracción de la bicicleta, sino también porque tampoco la playa era gran cosa. Luego me enteré de que no había llegado a Playa Ancón (que era la que buscaba, y presuntamente la más competente).
 Me volví un tanto decepcionado, mientras veía cómo se nublaba el horizonte. En unos minutos empezaron a caer unas gotas, que se convirtieron en un aguacero de enjundia, para el que no estaba preparado.
 La vuelta se me hizo un tanto complicada. Además de la lluvia, tuve que vencer un desnivel que costaba con mi bicicleta de una marcha y algunas tallas menos. Por suerte, la lluvia cesó y pude llegar a la casa de Trinidad sin más incidencias.
Maravillosa arquitectura
  Satisfecho, aunque a medias, mi capricho playero, me centré en visitar la ciudad. En este caso, las calles empedradas, de trazado tortuoso, con casas de sabor colonial, me impactaron mucho más que las de Cienfuegos. El casco histórico de Trinidad está muy bien conservado, y es una visita que merece la pena.
 Aunque lo mejor del día me esperaba en la casa. Había encargado una cena, y cuando llegó el momento, me hicieron subir a una terraza. Allí me esperaba una mesa con una sombrilla decoradas con luces. Acostumbrado a entornos humildes y espartanos, eso me pareció el colmo del lujo. Además, la cena a base de pescado y productos tropicales resultó exquisita. Esto son los detalles que hacen la diferencia.
Animado ambiente nocturno
 Aún me quedaron ganas de ir a echar un vistazo al ambiente nocturno de Trinidad. En el centro había una plaza con escaleras donde se sentaban los turistas. Más arriba, un conjunto musical hacía bailar a muchos de ellos tocando sones cubanos. Al rato no me empecé a sentir bien del todo y me volví a descansar.
 Unos rugidos en mi tripa auguraban una noche complicada. Y así fue. Los excesos cometidos en forma de probatinas culinarias callejeras me empezaron a pasar factura, debiendo rendir visita a los "tigres" de la casa con gran frecuencia. A pesar de estar en tan incómodo trance, no pude evitar sentirme afortunado al tener que pasarlo a cubierto, y no viajando en autobús , por ejemplo.
 Mi primer día en Trinidad había sido bastante accidentado. Pero la bonita ciudad colonial me guardaba algunas sorpresas más, de muy distinto signo.




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