domingo, 18 de septiembre de 2016

CAMAGÜEY

 Esta vez sí, a la hora convenida (bueno, más o menos, que estamos en Cuba) apareció el vehículo que me iba a sacar de Trinidad. Se trataba de una robusta furgoneta en la que ya había 4 personas, y que iba a albergar a unas cuantas más. Entra las que ya estaban, se encontraba una “vieja” conocida. Era la alemana que me había vendido la tarjeta de internet el día anterior. Se dirigía a Santiago de Cuba. A pesar de que la isla es bastante grande y está llena de turistas, en mis peripecias ya había tenido varios reencuentros. Y no sería el último. 
No sabíamos lo que nos esperaba
  La furgoneta empezó a dar vueltas por Trinidad. No para enseñarnos sus encantos, sino para hacer tiempo mientras los compinches del chófer peinaban la ciudad en busca de pasajeros. Tras más de una hora de exhaustiva búsqueda, el vehículo estaba completo (calculo que íbamos unas 12 personas) y partimos rumbo a la mítica ciudad de Camagüey.
 Lo que había comenzado como una divertida aventura, se convirtió al pasar el rato en un incómodo trance, debido a la estrechez del habitáculo, el calor y el bramido del motor. Por suerte, el variado paisaje y el paso de vez en cuando por pintorescas localidades, hacía más ameno el trayecto. También contribuyó a romper la rutina el conductor cuando, haciendo gala de una gran familiaridad, se paró en una cuneta y "le cambió el agua al canario" a la vista del pasaje. Aunque hay que reconocer que tuvo el detalle de darnos la espalda.
Publicidad engañosa: no se cumplía ninguna de las 5. Agradecí mucho la tercera.
  Tras unas cuantas horas (perdí la cuenta), la furgoneta nos dejó en una calle más o menos céntrica de Camagüey. La alemana abandonó la idea de seguir hasta Santiago en un armatoste como aquél y también se bajó. Su idea era proseguir el viaje en autobús, que suponía una paliza considerable. Pero al lado de lo que hubiera sido el viaje en una furgoneta como aquélla, le iba a parecer un paseo en limusina. Me ofrecí a guardarle la maleta en mi alojamiento mientras hacía sus pesquisas en la estación de autobuses. Si no encontraba billetes, pensaba quedarse a dormir en Camagüey. Aparentando ser un auténtico caballero,  le propuse compartir mi alojamiento en caso de necesidad. Aunque mis intenciones eran menos nobles de lo que parecían. Sí, lo habéis adivinado...lo que yo quería era ahorrarme la mitad de la factura por el cuarto.
  Cometiendo un pequeño y craso error, y pensando que quizá no iba a encontrar casa fácilmente, le había preguntado a mi casera en Trinidad antes de salir si tenía algún contacto para alojarme en Camagüey. Me dio un papel con un nombre (Señor Castillo) y una dirección, a la que el servicio “puerta a puerta” de transporte se comprometió a llevarme.
 Nada más llegar a Camagüey, el chófer de la ya legendaria furgoneta, nos dejó en manos de sus auxiliares en la zona, que se ocuparon de conducirnos a nuestros aposentos. “Casualmente”, cuando les mostré mi dirección, uno de ellos dijo conocer al Señor Castillo, al que llamó por teléfono.
 A los 10 minutos apareció para llevarnos a la germana y a mí a la casa.
 Hubo un par de detalles que me parecieron extraños. Cuando le mostré el papel con la dirección se lo guardó en el bolsillo. Cuando se lo pedí después se hizo el sueco (con acento caribeño,eso sí) y tuve que insistir varias veces para que me lo entregara. Y sobre todo, cuando llegamos a la casa, me di cuenta de que las direcciones no coincidían. Le comenté ese “pequeño” detalle, y con gran soltura, me explicó que su casa estaba ya ocupada, y que por ello nos había traído a ésta, lo cual en ningún momento había mencionado. Mi sexto sentido (que habitualmente no funciona mucho mejor que mis otros cinco) me decía que me la habían "colado".
Hogar, no dulce hogar
  La habitación de la casa en cuestión, no me causó un impacto muy positivo, a pesar de tener una cama grande, aire acondicionado, nevera y baño individual. Carecía de ventanas, teniendo solamente una especie de claraboya tapada por un cartón, se escuchaba más que nítidamente el sonido de la televisión del salón que no paraba de emitir culebrones, la calle no tenía muy buena pinta, y la dueña parecía bastante pasota.
  En ese momento me di cuenta de que hubiera sido mucho mejor llegar a la ciudad y haber buscado  alojamiento “in situ”. No es algo complicado, ya que las casas de huéspedes tienen una señal identificativa, y en las ciudades turísticas las hay a patadas.
  Me pasó por la cabeza buscarme otro sitio, pero se me hizo muy cuesta arriba, teniendo en cuenta que venía “recomendado”, que nos había traido el presunto Señor Castillo (hasta me llevó la maleta en su bici) y que, nada más llegar, llevaron en moto a la alemana a la estación (bonito detalle, que lo cortés no quite lo valiente) mientras yo guardaba sus pertenencias en la habitación.
  La teutona vino al rato muy contenta ya que había encontrado billete para Santiago de Cuba, cuya expedición salía en breve, por lo que nos despedimos y afronté en solitario mi estancia en la ciudad.



A Dios rogando y al Che adorando
  Camagüey cuenta con un centro histórico muy destacado. Se trata del mayor de Cuba, y está repleto de iglesias, plazas y monumentos de gran valor. No en vano está reconocido como patrimonio de la Humanidad por la Unesco. Su calles forman un trazado tortuoso y un tanto laberíntico. Se cuenta que es así para dificultar la huida de los piratas en sus incursiones por la ciudad, haciendo que se perdieran. No sé si tendrían mucho éxito con los piratas, pero conmigo dieron en el clavo. Cada vez que tenía que volver a la casa debía dar unas cuantas vueltas porque acababa totalmente desorientado.


Plaza Agramonte

 Más allá del centro histórico, también había algunos puntos de interés. Visité un bonito parque que presumía de ser el más grande de Cuba. No debe tener mucha competencia, porque me pareció más pequeño que el de Huesca.
  Al lado del parque había un estadio de béisbol junto al que se percibía cierto movimiento. La gente estaba esperando la salida de los jugadores.
 Lástima no haber llegado antes, porque tenía curiosidad por ver un partido de “pelota” en Cuba. Me hizo gracia que, volviendo del estadio, un par de personas me preguntaron que si “habíamos ganado” el partido. Por lo visto me estaba adaptando bien al país y mi pinta de turista estaba decreciendo.
  El parque contaba con un zoológico al que apenas le quedaba media hora para cerrar. Como no era muy grande y la tarifa era más que razonable, lo visité. Aunque su aspecto era bastante humilde, el zoo contaba con algunos ejemplares bastante interesantes, llamándome la atención los flamencos y los cocodrilos.
Vistosos flamencos
 Mi siguiente hito cultural fue el cine. Proyectaban una película cubana llamada “Ernesto” y pensé que sería un buen complemento en mi inmersión sociológica en el país. La sala no estaba muy concurrida (no pasábamos de 10 personas).
 Peor para los que no vinieron, porque la película estaba bastante bien. Ya había visto alguna película cubana en los estupendos ciclos de la Universidad en Huesca. Es un cine con pocos medios, pero que cuenta buenas historias y tiene actores muy creíbles. Y lo más destacable es que, de un tiempo a esta parte, han dejado de lado la propaganda tan habitual unos años atrás.
 Salí del cine un poco tarde, por lo que temía no encontrar algún restaurante para cenar. Me costó un rato, pero encontré uno que, además de estar abierto, me cobraba en moneda nacional. Eso sí, se les habían acabado casi todos los platos y me tuve que conformar con una pizza bastante flojita. Como todas las que me había encontrado por la isla, apenas tenía tomate, carecía de orégano y la masa era bastante fofa. Pero teniendo en cuenta su tamaño, la hora que era, mis gustos humildes y sobre todo su precio, se le puede dar el aprobado.
 Haciendo recuento de mi velada, me di cuenta de que, por menos de un euro, había ido al zoo, había visto un largometraje en el cine y había cenado una pizza con refresco. Desde que el presidente Eisenhower inició el embargo estadounidense, nadie había hecho tanto como yo por estrangular la economía cubana.
 Con mala conciencia, hice un poco más de gasto comprándome un postre en un local algo más aparente y deambulé por las bonitas calles de la ciudad, un poco menos lucidas de noche.
 Al igual que una bicicleta se cae cuando deja de pedalear, me vine un poco abajo una vez que había recorrido las principales calles de Camagüey. Cuando se está solo, la cosa funciona bien mientras haya algo que hacer o un lugar por visitar. En ese momento, sin un objetivo claro, la soledad se me vino toda de golpe.
 Pensando en hacer de la necesidad una virtud, volví a mi alojamiento a descansar, no sin antes perderme unas 3 ó 4 veces.
 La televisión de la casa seguía a todo trapo. Afortunadamente la persona que la estaba viendo estaba más pendiente de su móvil y no puso ningún reparo cuando le pedí que bajara el volumen.
 A pesar de ello me costó mucho dormir esa noche. De algún modo, ese cuarto no me acabó de convencer cuando lo vi y mi inconsciente parecía burlarse di mí diciendo...te lo advertí.
 Sin mucho más que hacer en Camagüey, a pesar de que solo había estado un día, me dirigí a la terminal de autobuses. Me habían advertido de que para llegar a la misma había que tomar forzosamente un taxi. Como buen aragonés  (no sé si bueno o malo, pero aragonés al fin y al cabo) seguí mi propio criterio y fui andando. Ya había hecho la prueba la tarde anterior y, ciertamente, había una distancia considerable. Pero humanamente realizable si se iba con tiempo y energía.
 No faltaron los cantos de sirena de taxistas ofreciéndome sus servicios para llevarme. Uno de ellos me ofrecía llevarme en bicicleta y bajó hasta 2 CUC. Yo con el piloto automático del “no, gracias”, tan conveniente en otras circunstancias, lo rechacé. Y no hice bien, ya que, además, y por seguir la costumbre, me desorienté y acabé haciendo una ruta bastante más larga y penosa, maletón en ristre. Por suerte pude parar a mitad de camino en una guarapería para recuperar la moral y las fuerzas.
 Para entrar en la estación tuve que sortear una legión de taxistas que me ofrecían llevarme al destino que fuera. Ir andando con una maleta por las calles de cualquier ciudad cubana es una tortura, y no precisamente por el peso. Seguían insistiendo incluso cuando les explicaba que tenía billete comprado. Me decía que lo podía devolver y que me hacían mejor precio. Buen intento, pero con la experiencia del día anterior había cubierto el cupo de transporte-aventura.
 Definitivamente me estaba aburguesando. Si es que se puede llamar burgués a alguien que anda más de media hora arrastrando una maleta para hacer un viaje de más de 9 horas en autobús.



2 comentarios:

Tyrannosaurus dijo...

Esta claro que el cine cubano goza de buena salud. Recuerdo hace unos años a la notable "Habana blues" que si bien es de director es español, es una coproducción hispano-cubana. En cuanto a los huéspedes incómodos pienso que un par de tapones para los oídos ayudarían, aunque para los profanos a lo mejor es difícil adaptarse al principio. En cualquier caso me alegra ver que tus dotes literarias siguen en plena forma.

Rufus dijo...

No he visto "Habana blues", pero por lo que he leído de ella, tiene muy buena banda sonora. Y coincide con otras películas cubanas (entre ellas la mencionada en la entrada "Ernesto") en la buena música que las acompaña.
Los tapones para oídos ayudan cuando el ruido viene de fuera. Pero poco pueden hacer cuando viene de dentro...
Gracias por los halagos.