En una operación que me recordaba a mi salida de Trinidad, en Cuba, la furgoneta fue dando vueltas por Cuzco recogiendo a gente por los diversos alojamientos de la ciudad, empleando para ello casi una hora. No faltaba quien se preguntaba, con bastante buen criterio, por qué no se había fijado un punto de encuentro, donde todos nos hubiéramos montado a la vez.
Los primeros kilómetros los recorrí con los ojos como platos presenciando los paisajes y los pueblos que rodean al Cuzco. Siempre he tenido la impresión de que como se conoce un país es a base de recorrer sus carreteras, mucho más que visitando grandes capitales, cada vez más parecidas unas a otras. Para completar la inmersión en la idiosincrasia peruana, el conductor nos obsequió con un hilo musical que consistía en un repertorio interminable de estridente cumbia local.
Montañas nevadas |
Tras unas cuantas horas de trayecto, la furgoneta se metió en una pista y se detuvo junto a un restaurante. Los que habíamos reservado el paquete completo, íbamos a disfrutar allí de nuestra primera comida. Aquéllos que sólo habían solicitado el transporte se iban a tener que conformar con mirarnos cual niño pobre en las novelas de Dickens pegado a la ventana, mientras los ricachones se dan un banquete. Tampoco es que fueran las bodas de Camacho, pero la comida, sin ser nada del otro mundo (en este caso era del Nuevo Mundo), estuvo bastante bien.
A partir de allí, lo que había sido un agradable (a pesar de la cumbia) paseo, pasó a ser una incómoda y trepidante travesía. La ruta discurría por una pista de tierra que cresteaba por las laderas de un angosto valle. Esto no parecía asustar al intrépido conductor que circulaba con una tranquilidad pasmosa. No sucedía lo mismo con nuestra compañera madrileña, que pasó un muy mal rato cada vez que el vehículo se asomaba al abismo. En mi caso, aunque no estoy acostumbrado a circular en esas condiciones, me tranquilizaba el hecho de pensar que el conductor realiza ese trayecto a diario y se lo conoce al dedillo, sabiendo hasta dónde puede llegar la furgoneta. En todo caso, yo tampoco tenía mucho que hacer, más que dejarme llevar.
Camino de Aguas Calientes. Salgo guapo,¿eh? |
Después de un par de horas de travesía, encajonado entre montañas, apareció ante nuestros ojos Aguas Calientes, lugar donde íbamos a pernoctar.
Aguas Calientes |
Al final, a base de dar vueltas y preguntar por acá y por allá, nos conseguimos agrupar en torno a nuestro líder, que nos llevó a un humilde hostal. En el establecimiento no había sitio para todos, por lo que "los elegidos" volvimos a la Plaza de Armas, donde nos endosaron a otro coordinador, que a su vez, nos dividió en varios subgrupos.
Tras tanta fisión, Alfonso el protón (servidor) acabó como único representante de su grupo en una pensión demasiado humilde hasta para mis poco exigentes estándares.
Me tocó en "suerte" una habitación con varias literas y camas de matrimonio, donde dormían varias parejas, a pesar de que aún no eran las 7 de la tarde. La única persona despierta de la habitación era una joven y simpática argentina que había viajado sola hasta allí.
Una vez aposentado, salvando las dificultades de moverme en una habitación oscura, me volví a reunir con mi grupo primigenio para ir a cenar, lo cual seguía incuido en mi reserva. Compartí mesa con una pareja de peruanos y un costarricense, con el que al acabar el ágape me fui a dar un paseo por el pueblo.
Aguas Calientes es una localidad con poca historia, enfocada totalmente al turismo. No se puede decir que no sea agradable, pero carece totalmente de "alma". Eso sí, su entorno montañoso es absolutamente privilegiado y su situación estratégica, como última estación de tren antes del Machu Picchu hacen que sea un enclave muy visitado.
La idea de acostarnos pronto para descansar y afrontar el madrugón del día siguiente, se alejó cuando nos encontramos a mi compañera de habitación junto a un grupo de 4 simpáticos chilenos (dos chicas y dos chicos).
Nos metimos en un bar y tuvimos una animada conversación, mientras un camarero un tanto "empanado" iba sacando tragos sin parar. Yo con la sangre fría que me caracteriza dentro y fuera de las canchas, sólo me pedí una cerveza. El alcohol en altitud no me sienta bien, había que madrugar al día siguiente, y los precios en Aguas Calientes son precios "turísticos", más popularmente conocidos como "clavadas".
Al filo de medianoche nos echaron (de buenas maneras, eso sí) del bar que cerraba y ante nuestra sorpresa, a la hora de pagar la abultada cuenta, nuestro compañero costarricense se nos había adelantado pagado todas las rondas. Gran detalle que sobrepasa la comprensión de una mente tan analítica como la mía. Un abrazo, Emel, una persona tan entrañable como generosa, que sabe que si se pasa por Huesca será tratado como se merece.
Los dos muchachos chilenos y la argentina se quedaron hablando en un banco y yo me retiré al llamémosle albergue.
Mi habitación estaba cerrada a cal y canto y yo no contaba con llave. La había solicitado al llegar por la tarde y me habían dicho que no tenían copia para todos, pero que ya se encargarían de abrirme.
Mis tímidas llamadas, que acabaron siendo violentos golpes en la puerta no obtuvieron respuesta. A poco más de 3 horas para el "toque de diana", la situación se ponía interesante. Para darle mayor dramatismo al momento, casi me tropiezo con un perro que andaba suelto por las oscuras escaleras del edificio, que se puso a ladrar furiosamente, dándome un susto de muerte.
Bajé a recepción y no había nadie, por lo que volví en busca de mi compañera para informarle. Volvimos a la recepción con ella y los compadres chilenos. Uno de ellos llamó desde su teléfono al hostal. Tras algunos intentos, de un cuarto en la planta baja surgió una somnolienta niña de unos 11 años tan asustada como era de esperar en esas circunstancias. Le explicamos la situación y nos dejó una copia de la llave, de la que se hizo cargo la argentina.
Por fin, pasada la una de la madrugada, pudimos asegurarnos un techo para lo poco que nos quedaba de noche. La habitación, muy poblada cuando tomé posesión de ella, aparecía extrañamente vacía, lo que explica que nadie me abriera cuando llamé.
Como no hay mal que por bien no venga, la ausencia de huéspedes nos permitió un apacible, aunque muy corto descanso, muy necesario en vísperas del día en el que tocaba visitar una de las grandes maravillas de la Humanidad.