viernes, 20 de marzo de 2020

ATRAVESANDO UCRANIA

  Mi transporte para Kiev salía a las 12 de la mañana, por lo que decidí darle una última oportunidad a Járkov y me di un paseo. No hubo manera. El encanto, si lo tiene, no se lo acabé de ver.
 Conseguí que en recepción me hicieran una copia del billete de autobús y me dirigí a la estación.
  Esta vez no fui andando, a pesar de que no estaba a una distancia exagerada. Tenía curiosidad por ver cómo eran las estaciones de metro. No eran como las moscovitas, pero tenían su aquel.
 Al llegar a mi destino, me di cuenta de que había cometido un pequeño pero craso error. Como me suele pasar siempre que salgo a la calle por una boca de metro, me cuesta orientarme. Y más en una ciudad que apenas conocía y con los carteles de las calles en cirílico. Sin ninguna referencia, el croquis que me había hecho resultaba estéril.
 A las pocas personas a las que conseguía parar para preguntar, les mostraba mi billete con la dirección. Pero nadie parecía saber nada de ella.
 Acabé llegando a una pequeña estación, pero en la taquilla me dijeron que no era allí. Me indicaron vagamente la dirección a seguir y continué con mi búsqueda.
 Afortunadamente iba con bastante margen. Aun así me estaba empezando a agobiar. Sobre todo porque a nadie parecía sonarle el lugar. Acabé encontrando a un joven que hablaba algo de inglés, y lo más importante, contaba con un teléfono competente en el que pudo buscar la ansiada estación para abandonar aquel maldito lugar. Estaba en la misma calle donde me encontraba, pero en sentido contrario. A unos cientos de metros, como escondida, apareció una pequeña explanada con unas humildes oficinas.
 Presenté en la taquilla el billete y la mujer me empezó a explicar algo en ucraniano. Como el acento de la óblast de Jarkov es un poco cerrado no entendí lo que quería decirme. Me escribió una dirección en el billete, que yo interpreté como la de destino en Kiev.
 Mientras estaba esperando, y una media hora antes de mi teórica partida, la empleada vino a hablarme con un hombre joven que hizo las veces de intérprete. Éste me dijo que lo siguiera, y nos montamos en un autobús.
 El vehículo callejeó un rato por la ciudad hasta que se detuvo en una amplia avenida en las afueras. El hombre bajó y me dijo que hiciera lo propio, tras lo que el autobús volvió a arrancar y siguió su camino a quién sabe donde.

La ansiada y esquiva furgoneta

 Tuvimos que cruzar la calzada de varios carriles y bastante tráfico un tanto inconscientemente, para acabar junto a un mercado. Allí nos esperaba una furgoneta que iba a ser nuestro pasaporte a Kiev. Me pregunto cómo hubiese podido llegar a ella sin la ayuda de esa persona.
 Después de las peripecias que había pasado esa mañana, el viaje en furgoneta de más de 6 horas fue para mí un plácido paseo.
 Para mí, no hay mejor forma de conocer un país que viajando fuera de las grandes ciudades. Desde la ventana de la furgoneta pude contemplar un fresco de la Ucrania rural. Pequeños pueblos, inmensas llanuras cerealistas, gentes en su quehacer cotidiano, vehículos obsoletos y pintorescos vendedores de frutas y verduras a pie de carretera, hicieron que consumiera el largo trayecto con los ojos abiertos como platos.
 Y donde menos pensaría encontrarlo, en un área de servicio en medio de la nada ucraniana, me encontré con un viejo conocido. Nada menos que el entrañable vino Don Simón. 

Donde menos te lo esperas

 En ese momento pensé en la cantidad de procesos agrícolas, comerciales y logísticos que habían generado ese vino, además de la huella de carbono generada para, probablemente, acabar mezclado con alguna bebida gaseada en alguna aldea ucraniana.
 Estaba ya atardeciendo cuando los primeros bloques de edificios estilo comunista aparecieron en el horizonte, anunciando nuestra llegada a la capital. Como último vestigio de la Ucrania profunda, pude ver, en un carril a nuestra derecha, a un coche remolcando a un viejo Lada rojo enganchado a él con una humilde cuerda.

Rústico pero eficaz
 La furgoneta nos dejó en una explanada a las afueras de Kiev. Casi me da un infarto cuando estaba a punto de descender del vehículo y una joven de raza negra asomó la cabeza al interior. Me recuperé del soponcio cuando pude comprobar que no se trataba de Julie. Mi encuentro (o mejor, desencuentro) con esa chica me había afectado sobremanera. Me estaba volviendo racista por momentos.

 No lejos de allí pude encontrar una boca para tomar el metro, que me dejó a escasos 50 metros de mi alojamiento. Un par de noches en un hotel y ya echaba de menos las literas, la cocina compartida, las salas comunes y las infinitas posibilidades que ofrecen los albergues.
 Aún quedaba algo de luz natural que aproveché para dar mi primer voltio por Kiev. Iglesias ortodoxas con cúpulas doradas, edificios monumentales, calles concurridas... Esto ya tenía otro aire. Prometía mucho más que Járkov. 
 Esta sensación esperanzadora se confirmó cuando llegué a una avenida principal. Estaba cortada al tráfico durante esa tarde, para dejarla a disposición de los peatones. Había numerosos espectáculos callejeros que congregaban numerosos espectadores. Otros simplemente paseaban. Se respiraba un ambiente de optimismo y vitalidad. La tristona y áspera Járkov, era ya sólo un recuerdo.

Calles llenas de vida

 La alegría alimenta el espíritu, pero no el estómago. Había oído hablar de una cadena de restaurantes locales llamada "Puzata Hata" que quería probar a toda costa. A pesar de mi exhaustiva exploración, no encontré ningún local. Como ya era tarde, me tuve que conformar con el universal McDonald´s. Como única licencia a la gastronomía del lugar, pude aderezar mis hamburguesas con salsa ucraniana. 
 Mi toma de contacto con Kiev había sido de lo más positiva. Al día siguiente contaba con explorarla a fondo, esperando que se confirmaran los buenos augurios.

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