lunes, 4 de agosto de 2025

PLAYA CHAWENG: CEDIENDO A LOS CANTOS DE SIRENA

  El viaje que por un módico precio había reservado la noche anterior, incluía transporte individual desde mi hotel a un autobús, trayecto por carretera hasta un muelle y pasaje en ferry hasta la isla de Kho Samui, que iba a ser mi siguiente parada.

 Hasta ese momento, mi periplo por Tailandia había estado presidido por el buen tiempo atmosférico. Pero a ese día le dio por llover. Puestos a hacerlo, que me pille dentro de un autobús, como así fue. El viaje, de unas tres horas, incluía una parada en un área de servicio donde pude almorzar a precios de risa y contemplar una curiosa escena: un gato durmiendo plácidamente sobre unos paquetes de galletas en una tienda, sin que al dueño pareciera importarle. 

Aquí hay gato no encerrado

 El trámite para tomar el ferry fue bastante tedioso. Al llegar a la zona de embarque nos encontramos una cola de enjundia, que apenas avanzaba. Nos habían dado un billete para tomar el barco media hora después, pero en la terminal nos informaron de que el billete se podía usar en el siguiente ferry al que pudiéramos acceder. Así que poco a poco nos fuimos acercando y pudimos embarcar con bastante retraso sobre la hora prevista. Pero en Kho Samui no me esperaba nadie, así que no fue un gran problema. 

 Más breve, y mucho más agradable que la espera fue el trayecto en ferry hasta Kho Samui, toda vez que la lluvia había cesado y pude estar en cubierta y observar las bonitas vistas que nos ofrece el Golfo de Tailandia (a mí no me miren, que soy de Huesca).

 El barco nos dejó en el muelle de Nathon, en la parte oeste de la isla. Como en mis viajes me gusta complicarme un poco la vida, mi alojamiento (Chaweng Beach) estaba en la parte este. Así que aún me tocaba encontrar transporte. Varios taxistas se me ofrecieron a precios astronómicos. Buen chico yo para gastarme fortunas en taxis. Así que estuve dando vueltas por el muelle hasta que encontré una furgoneta apropiada para mis propósitos. No se puede decir que el trayecto en el atestado vehículo fuera muy cómodo, pero salió bien de precio, y me dejó en la puerta de mi alojamiento. 

 Cual si de un movimiento pendular se tratase, tras haber estado en un lugar tranquilo y sin playa como Krabi, elegí Chaweng Beach por todo lo contrario, tener playa y mucha animación. Y además mi alojamiento estaba situado al principio de la calle principal, donde se desarrollaba la marcha nocturna.  Por si esto no fuera poco,  se encontraba a un paso de la playa. Mi talento natural había dado sus frutos, la jugada prometía ser perfecta.

 El establecimiento elegido no se salía de la humildad que preside mis viajes, pero en este caso tenía un punto de originalidad. Se trataba de un hotel-cápsula, modalidad que ya había probado en Filipinas, con buenos resultados. Aunque pueda parecer un poco claustrofóbico pasar la noche en un habitáculo tan reducido, tiene la ventaja de que ofrece mayor grado de intimidad que las habitaciones comunes convencionales. Eso sí, el acceso a las cápsulas es un poco complicado y no es una modalidad muy adecuada para periodos prolongados de tiempo. 

Minimalismo habitacional

 Lo primero que hice una vez tomada posesión de mi limitado habitáculo fue darme un paseíto hasta la playa. Aunque tenía cierta belleza, no se puede decir que fuera práctica. No era muy ancha, presentaba un oleaje fuerte y apenas había gente paseando por ella, estando huérfana de bañistas. 

Playa Chaweng

 Tras la fugaz incursión playera, recorrí la calle principal de la localidad, en la que abundaban los baretos, restaurantes, tiendas de recuerdos, salones de masaje y casas de cambio.  Ya se acercaba la hora de cenar, pero yo no lo quería hacer a precio de turista, por lo que volví sobre mis pasos y busqué una zona más humilde. El largo paseo dio sus frutos, ya que pude encontrar un restaurán con bastante buena pinta. En él se ofertaba pescado a la parrilla de gran calidad y precio más que razonable.

La única alegría que me dio Chaweng

 Con energías renovadas, volví a la calle mayor. Este paseo me hizo darme cuenta de que lo que es deseado por la mayoría, no tiene por qué ser bueno para mí. Mientras paseaba por la concurrida y ruidosa calle sorteando a las masajistas o camareras que me reclamaban, y viendo los turistas borrachucios, llegué a la conclusión de que ese no era mi sitio, y cuanto menos tiempo pasara en él, mejor.

 Astuciosamente, solo había reservado una noche en la ciudad, por lo que lo único que tenía que hacer era conseguir transporte para pirarme de allí al día siguiente y seguir con mi viaje. Las alarmas saltaron cuando pregunté en una agencia y no tenían hueco para el ferry del día siguiente. Tras un rato de búsqueda, lo único que pude conseguir fue un billete para un barco que zarpaba la tarde del día posterior, pero que no se dirigía a la ciudad que quería visitar, sino a una localidad más a desmano. Ya me apañaría. Lo único que tenía claro es que no quería pasar otra noche allí.

  La jornada estaba siendo menos plácida de lo esperado. No podía quedarme con este sofoco, por lo que busqué un lugar donde recibir un masaje tailandés. Hasta ahora, mis dos experiencias habían sido con un hombre de más que mediana edad y un jovencito invidente. Era claro que ya me tocaba una fémina. Y ya puestos, que estuviera de buen ver. Así que me animé a visitar un salón donde la más fea hacía relojes. Me las prometía muy felices mientras esperaba que la joven y atractiva tailandesa que me había tocado empezara el masaje. Pronto me di cuenta de que había cometido un pequeño pero craso error. La belleza de la mujer no iba pareja a su maestría, que sin embargo era incluso superior a su actitud. El pasotismo con el que ejecutaba sus movimientos contrastaba con el énfasis en ofertarme onerosos servicios adicionales que poco tienen que ver con el masaje tradicional tailandés. En un momento de descuido, y sin previo aviso, sufrí un cambiazo. Generalmente estas situaciones son para peor, pero sorprendentemente no fue así en este caso. Mi masajista salió de la cabina, escuché una conversación, y tras un par de minutos, apareció otra damisela para continuar con la faena. Mi nueva masajista era más recatada que la anterior, y sin que se pueda decir que tuviese un don para el masaje, sí se esmeró más que su compañera e incluso me dio algo de conversación. Cuando creyó que había bajado la guardia, imitando a la anterior, volvió a la carga con los servicios extra, que volví a rechazar ya un poco molesto. Aun así me pude relajar un poco durante el masaje hasta que la amable señorita lo dio por concluido. Ciertamente, el relevo había mejorado la paupérrima impresión que me había dejado la primera parte del masaje. Pero ello no impidió que me diera cuenta de que apenas habían pasado 35 minutos desde mi entrada en tan incómodo lugar, habiendo contratado una hora. Una persona más belicosa que yo, hubiera protestado para prolongar el masaje para completar el tiempo abonado. Pero yo quería salir de allí lo más pronto posible. Me daba mal rollo el sitio y, aunque solo me había encontrado con mujeres jóvenes en el local, no descartaba que hubiera algún individuo oculto más amenazador rondando por el lugar si las cosas se ponían feas. 

 Mientras me estaba vistiendo con toda la presteza que la situación requería, volvió mi masajista dos y me dijo algo que no entendí (o quizá no quise entender). Usó su celular a modo de traductor y me pidió una propina por "haber cuidado de mí tan bien". Pocas cosas hay tan incómodas como recibir la exigencia de una propina tras un servicio, y más si este no ha sido satisfactorio. No dudé ni un instante en rechazar la petición, explicándole que había contratado una hora y apenas había llegado a la media. Pude ver la decepción en su rostro, mientras me preguntaba hasta que punto esta solicitud y las de índole sexual que me había hecho habían sido voluntarias o exigencias de la empresa. En todo caso pude salir del lugar y despedirme de las empleadas en una escena aparentemente cortés, pero dotada de una tensión que se podía cortar con un cuchillo.

 No salí del local con muchas ganas de meterme en una cápsula a dormir, por lo que volví a darme un garbeo por la calle principal. Tampoco es que hubiera mucho más que hacer por allí. Esta vez me limité a andar con paso firme sin apenas desviar la mirada hasta llegar al final de la calle (muy larga, por cierto) y volver. En algunos tramos me recordaba a la ya visitada Soi Cowboy de Bangkok, lugar de inquietante recuerdo. Así que no es extraño que apretara el paso por momentos, buscando la seguridad que me iba a dar mi alojamiento.

La Calle de los Horrores

 Por si no hubiera tenido bastante con los decibelios que dominaban la zona, las cápsulas contaban con un ventilador que no enfriaba mucho, pero que hacía un ruido bastante molesto. Mi compañera del piso inferior hizo buen uso del mismo, lo cual dificultó mi sueño, pero no lo impidió. Los cantos de sirena de la fiesta, la belleza y la juventud me habían desviado de mi camino. ¿Sería capaz de emular a Ulises y conducir mi nave a buen puerto?

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