Desde Camagüey tuve un viaje en autobús de nada menos que 9 horas, que se hicieron bastante llevaderas. Aún tenía reciente el recuerdo de mi viaje en furgoneta y esta guagua era casi un lujo. Mi compañero de asiento (cubano, lo cual no es habitual en estos autobuses turísticos) no estaba muy por la labor de darme cháchara. Me llamó la atención comprobar la seriedad de muchos cubanos, muy alejada de la idea que tenía de ellos, como personas locuaces y alegres. Supongo que eso mismo les pasa a muchos extranjeros que piensan que los españoles somos juerguistas y fiesteros, y se encuentran conmigo...
Por suerte, en la parada que hicimos para comer, me "acoplé" a una pareja de jóvenes navarros, y por lo menos pude mantener una interesante conversación.
Estaba ya anocheciendo cuando llegué a la capital. Esta vez no había reservado un alojamiento cerca de la estación, sino algo un poco más céntrico. Mientras caminaba por una oscura avenida, me sucedió algo curioso. Al adelantar a una transeúnte se asustó y se apartó. Cuando vio que mis intenciones no eran aviesas, me explicó que andaba temerosa porque por esa zona había habido algunos asaltos. En mi mentalidad de turista siempre pienso que yo puedo ser la víctima, y nunca me había imaginado que alguien me pudiera ver como el verdugo.
Tras una media hora caminando sin más sobresaltos llegué a mi destino. Se trataba de un albergue (rara avis en Cuba) situado en un apartamento de un gran edificio de viviendas.
El recibimiento fue más que cordial. El propietario tuvo una pequeña charla conmigo en la que me dio un curso acelerado de “cómo sobrevivir en Cuba sin dejarse la cartera en el intento”. Algunas cosas ya las había aprendido sobre la marcha, pero otras me vinieron realmente bien.
El albergue contaba con dos habitaciones, una de 6 camas y otra de dos. Me tocó en la doble con un viejo conocido: el joven pamplonica (Alberto) con el que había coincidido en el autobús de Cienfuegos a Trinidad. En Cuba nos conocemos todos.
Completaban el plantel, un entrañable viajero de Hong Kong y cuatro simpáticas argentinas que daban mucha vida al ambiente del establecimiento.
Después de mi, no del todo positiva, experiencia del día anterior en la casa de Camagüey, ahora me sentía como en casa. A esa sensación también contribuía Luisa, una empleada del albergue que cuidaba de nosotros como si fuera nuestra madre.
Pero no sólo de calor humano vive el hombre, y mis tripas empezaban a rugir. Con las presentaciones se me había hecho tarde, así que me tuve que conformar con cenar una humilde tarrina de helado que adquirí en un comercio cercano. Allí fui objeto de uno de los más ásperos servicios al cliente que he sufrido en mi vida de consumidor. Cuando fui con el helado al mostrador, el dependiente cogió la moneda, y sin mirarme, hizo un ademán con la mano echándome de la tienda. Quizá fuese parte de la idiosincrasia del barrio, porque cuando cogía el ascensor para subir al albergue, los vecinos no saludaban y algunos ni se inmutaban cuando yo lo hacía. Estas cosas no salían en los anuncios de “Curro se va al Caribe”.
A la mañana siguiente, Lucía nos preparó un desayuno de enjundia, rico en frutas tropicales. Hicimos buenas migas con las argentinas y decidimos hacer una visita a la Habana Vieja. Para ir al centro, la opción más genuina era coger un taxi que hace una ruta fija. Reciben el nombre de “almendrones” y la mayoría son vehículos estadounidenses de los años 50, milagrosamente conservados por sus habilidosos conductores. Las chicas cogieron uno, mientras que Alberto y yo decidimos ir andando, ya que era complicado ubicarnos tantos en un solo coche.
El Capitolio en obras. ¿Alegoría del deshielo cubano-estadounidense? |
Me llamó la atención el antiguo edificio de la Capitanía General, que albergaba un museo de la ciudad. Decidí visitarlo, con gran acierto, ya que, además de que el edificio era un buen ejemplo de arquitectura barroca colonial, albergaba algunas colecciones de gran interés. Entre ellas destacaba una dedicada a la Guerra de Cuba, donde se podían encontrar uniformes, enseres y estandartes de ambos bandos.
En otra sala, una veterana empleada, detectó mi condición de español (deben de ponernos un chip a la entrada del país, porque no había abierto la boca) y me pidió que le cambiara un par de euros que tenía por CUC. Hablamos un poco, y su compañera, que además era su hermana, como quien no quiere la cosa, se puso a explicarme los objetos de la sala. Se trataban de una lápidas y unos objetos de bronce, los cuales, me interesaban más bien poco. Pero seguí su explicación con cortesía. Luego aún siguió hablándome un rato hasta que nos despedimos. Un rato después entendí la jugada, cuando vi que otras empleadas hacían lo propio con otros turistas y al final, no sin una ligera y fingida resistencia, recibían una propina por sus servicios. Reconozco que también se me pasó por la cabeza ofrecerle unos "acortantes" a mi improvisada cicerone, más que nada por quedar bien. Pero también consideré que ni le había reclamado una explicación, esa sala no me decía gran cosa y ya le había hecho el favor de cambiarle el dinero a su hermana.
Museo de la Ciudad, presidido por Cristóbal Colón. |
Tras abandonar el museo, seguí callejeando un rato hasta que decidí volver "a casa" a descansar.
El edificio del albergue estaba situado junto a un estadio de béisbol. Quiso la fortuna que en el momento en que aparecí por allí se estuviera disputando un partido. Rodeé el estadio para buscar las taquillas y me encontré con una empleada que me explicó que el encuentro ya había empezado hace rato. Ante mi interés por entrar sin importarme ese detalle, acabó permitiéndome acceder libremente.
El público no era muy numeroso, pero estaba muy animado, creando un gran ambiente, sobre todo cuando algún bateador daba algún golpe ganador. A falta de anuncios publicitarios, no faltaban los letreros con consignas revolucionarias. Nunca había visto un partido de béisbol en vivo. Ciertamente la atmósfera era muy distinta a la que parece existir en el típico recinto estadounidense.
A pesar de que todos los detalles me llamaban mucho la atención, el juego en sí, me parecía un auténtico tostón. Así que al poco rato, abandoné el estadio.
"Vibrante" partido de béisbol |
En el albergue estaba todo el mundo durmiendo la siesta. Cuando se despertaron, las argentinas me explicaron que habían llegado al sitio en el que habían quedado con nosotros, y al no vernos, se fueron por su cuenta. Según me contaron, contrataron un Cadillac para que les hiciera una ruta por el centro, por lo que pensé que tampoco fue ninguna tragedia que no nos hubiéramos encontrado.
Con la idea de afinar ciertos detalles logísticos que habían fallado, planeamos otra visita para esa tarde-noche. El dueño del albergue nos ofreció un abanico de ideas, de las que pensábamos hacer unas cuantas.
Viajar en solitario tiene inconvenientes, pero una ventaja muy grande. No hay que esperar a nadie. En este caso, cuando mis cuatro amigas estuvieron listas la noche había caído sobre La Habana, por lo que la lista de posibles actividades se había reducido a la mínima expresión. Aunque tampoco se puede decir que la espera no hubiera merecido la pena, ya que las cuatro porteñas estaban radiantes.
El compañero navarro no estaba muy por la labor de salir, pero le convencimos para que, al menos, viniera a cenar.
Fraternidad hispano-argentina |
El plan tras la cena era ir a una casa de bailes. En el restaurante nos explicaron cómo se llegaba. Las pocas fuerzas que conservaba, se esfumaron cuando nos explicaron que había que tomar dos taxis para ir y otros tantos para volver.
La idea de ir a bailar con cuatro esplendorosas argentinas sonaba muy bien. Pero aún me sonaba mejor desplomarme en la cama del albergue y descansar. En esas condiciones, hubiera sido un auténtico remorón. Es lo que tiene hacer unos viajes tan exhaustivos. Además aún quería aprovechar la mañana del día siguiente para despedirme de La Habana.