Antes de abandonar la ciudad de Chiang Mai, y siguiendo mi política de niunclavelismo habitual, quise hacerme el segundo masaje tailandés de mi viaje. En el albergue, una compañera china me había hablado de un local cuyos empleados eran personas invidentes. No tengo nada a favor de este tipo de personas (ni en contra). Simplemente me llamaron la atención las tarifas, muy económicas incluso para los estándares tailandeses.
Me costó un rato llegar al local, que no estaba muy a la vista (¿humor?). Lejos de los oropeles y las señoritas de buen ver que acostumbran a poblar estos establecimientos, éste era muy austero y espartano. También se notaba la ausencia de aire acondicionado. Apenas llegué, me mostraron una camilla para que me tumbase y vino mi masajista, un varón bastante más joven que el que me había tocado en suerte el primer día. Esta bisoñez se reflejó en su maestría a la hora de dar el masaje, sensiblemente inferior a la del anterior. Si a eso le sumamos el calor y que, en lugar de darme un traje apropiado para el masaje, lo tuviese que recibir en vaqueros, dio un resultado no muy convincente. Eso sí, me cobraron menos de 5 € la hora. En un lado de la balanza, me sentía bien por dar trabajo a personas que lo tienen más complicado y habiendo gastado muy poco. Por el otro, pensaba que por un poco más, me podía haber dado un masaje más profesional. En todo caso, fue una experiencia no exenta de interés. Y no me pude recrear mucho en ella, porque tenía que coger un vuelo ese mismo día. Siguiendo mis políticas habituales, y viendo que era un reto asumible, decidí acudir andando al aeropuerto. Que fuese asumible no quiere decir que fuese agradable. Aparte de la monotonía de las largas avenidas con su correspondiente tráfico, el calor apretaba bastante.
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Abandonando Chiang Mai |
Ya en el aeropuerto, me tocó hacer una cola considerable, en las que nos juntábamos pasajeros con un mismo destino, pero en dos vuelos casi consecutivos. Estaban dando la última llamada para el anterior al mío, cuando me fijé que la persona que iba delante de mí tenía un billete para ese vuelo. Le avisé de esa circunstancia y se cambió de cola. En ese momento, nuestra fila empezó a avanzar sin freno y la suya, a pesar de ser, supuestamente, de emergencia, se atascó. Tal fue así que yo facturé antes que él, no sin sentirme bastante culpable por "ayudar" de tan mala manera a quien no me lo había pedido. Mientras estaba en la puerta de embarque, con el vuelo anterior en "ultimísima llamada", apareció el hombre tan tranquilo. No solo no acudió corriendo al embarque, sino con toda la calma del mundo, se metió al baño y con la misma parsimonia pasó la puerta de embarque en el último momento.
En lo que concierne a nuestro vuelo, la hora de embarque se fue dilatando y salimos con un considerable retraso. No es que yo tuviera prisa por abandonar Chiang Mai, pero tenía que hacer una escala en Bangkok, y se estaba viendo seriamente comprometida. Apenas puse el pie en el aeropuerto de la capital tailandesa, me lancé a correr por los pasillos como alma que lleva el diablo. Y no fui el único, ya que algunos jóvenes que venían en mi avión hicieron lo propio. Por suerte, la salida del segundo vuelo también se retrasó un poco. Lo justo para que nos diera tiempo a embarcar. No sé lo que fue de aquellos que, en nuestra misma circunstancia, no hubieran tenido la capacidad o las ganas de correr por el aeropuerto.
Apenas me había recuperado del sofoco, cuando nuestro avión aterrizó en Krabi, ciudad costera del sur de país, estratégicamente situada como base de operaciones para recorrer las islas del mar de Andamán. En el aeropuerto estaba disponible un servicio de transporte colectivo mediante furgoneta. Por un módico precio me dejó directamente en mi alojamiento. Así da gusto.
No menos competitivo que el precio de transporte lo era el del alojamiento. Por eso, tiré la casa por la ventana y reservé una habitación individual. Era muy espartana y tenía baño compartido, pero aun así superaba mis habituales estándares.
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Estampa Krabiense |
Mi paseo nocturno por Krabi me sirvió para comprobar el escaso atractivo de la localidad. La zona donde me alojaba ni siquiera tenía acceso a mar abierto, sino a una ría. Pero las penas con pan son menos. Junto al albergue había un mercado nocturno con muchos puestos de comida donde pude continuar mis probatinas culinarias a precios de risa.
Antes de irme a dormir, reservé un tour para el día siguiente que incluía nada menos que 7 islas. De hecho, en la entrada del alojamiento había un tablón con todas las excursiones y viajes disponibles. Me tentó visitar Kuala Lumpur, la capital de Indonesia. Pero es algo que dejaré para mejor ocasión.
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El sudeste asiático a mis pies |
Al entrar en mi habitación noté un frío glacial. No es que me hubiera visitado un espectro. El aire acondicionado estaba a tope y no se podía regular desde la habitación. Genial. Me tuve que poner toda mi ropa para conseguir conciliar el sueño.
La calma y la calidez humana del retiro habían dado paso al ajetreo viajero y la frialdad de mi habitación. ¿Serían suficientes los espectaculares paisajes costeros y el clima tropical para calmar mi espíritu y calentar mi cuerpo?