miércoles, 11 de junio de 2025

CITA A CIEGAS Y VUELO SIN SALIR DEL AEROPUERTO

 Antes de abandonar la ciudad de Chiang Mai, y siguiendo mi política de niunclavelismo habitual, quise hacerme el segundo masaje tailandés de mi viaje. En el albergue, una compañera china me había hablado de un local cuyos empleados eran personas invidentes. No tengo nada a favor de este tipo de personas (ni en contra). Simplemente me llamaron la atención las tarifas, muy económicas incluso para los estándares tailandeses. 

 Me costó un rato llegar al local, que no estaba muy a la vista (¿humor?). Lejos de los oropeles y las señoritas de buen ver que acostumbran a poblar estos establecimientos, éste era muy austero y espartano. También se notaba la ausencia de aire acondicionado. Apenas llegué, me mostraron una camilla para que me tumbase y vino mi masajista, un varón bastante más joven que el que me había tocado en suerte el primer día. Esta bisoñez se reflejó en su maestría a la hora de dar el masaje, sensiblemente inferior a la del anterior. Si a eso le sumamos el calor y que, en lugar de darme un traje apropiado para el masaje, lo tuviese que recibir en vaqueros, dio un resultado no muy convincente. Eso sí, me cobraron menos de 5 € la hora. En un lado de la balanza, me sentía bien por dar trabajo a personas que lo tienen más complicado y habiendo gastado muy poco. Por el otro, pensaba que por un poco más, me podía haber dado un masaje más profesional. En todo caso, fue una experiencia no exenta de interés. Y no me pude recrear mucho en ella, porque tenía que coger un vuelo ese mismo día. Siguiendo mis políticas habituales, y viendo que era un reto asumible, decidí acudir andando al aeropuerto. Que fuese asumible no quiere decir que fuese agradable. Aparte de la monotonía de las largas avenidas con su correspondiente tráfico, el calor apretaba bastante.

Abandonando Chiang Mai

 Ya en el aeropuerto, me tocó hacer una cola considerable, en las que nos juntábamos pasajeros con un mismo destino, pero en dos vuelos casi consecutivos. Estaban dando la última llamada para el anterior al mío, cuando me fijé que la persona que iba delante de mí tenía un billete para ese vuelo. Le avisé de esa circunstancia y se cambió de cola. En ese momento, nuestra fila empezó a avanzar sin freno y la suya, a pesar de ser, supuestamente, de emergencia, se atascó. Tal fue así que yo facturé antes que él, no sin sentirme bastante culpable por "ayudar" de tan mala manera a quien no me lo había pedido. Mientras estaba en la puerta de embarque, con el vuelo anterior en "ultimísima llamada", apareció el hombre tan tranquilo. No solo no acudió corriendo al embarque, sino con toda la calma del mundo, se metió al baño y con la misma parsimonia pasó la puerta de embarque en el último momento.

 En lo que concierne a nuestro vuelo, la hora de embarque se fue dilatando y salimos con un considerable retraso. No es que yo tuviera prisa por abandonar Chiang Mai, pero tenía que hacer una escala en Bangkok, y se estaba viendo seriamente comprometida. Apenas puse el pie en el aeropuerto de la capital tailandesa, me lancé a correr por los pasillos como alma que lleva el diablo. Y no fui el único, ya que algunos jóvenes que venían en mi avión hicieron lo propio. Por suerte, la salida del segundo vuelo también se retrasó un poco. Lo justo para que nos diera tiempo a embarcar. No sé lo que fue de aquellos que, en nuestra misma circunstancia, no hubieran tenido la capacidad o las ganas de correr por el aeropuerto.

 Apenas me había recuperado del sofoco, cuando nuestro avión aterrizó en Krabi, ciudad costera del sur de país, estratégicamente situada como base de operaciones para recorrer las islas del mar de Andamán. En el aeropuerto estaba disponible un servicio de transporte colectivo  mediante furgoneta. Por un módico precio me dejó directamente en mi alojamiento. Así da gusto. 

 No menos competitivo que el precio de transporte lo era el del alojamiento. Por eso, tiré la casa por la ventana y reservé una habitación individual. Era muy espartana y tenía baño compartido, pero aun así superaba mis habituales estándares.

Estampa Krabiense

 Mi paseo nocturno por Krabi me sirvió para comprobar el escaso atractivo de la localidad. La zona donde me alojaba ni siquiera tenía acceso a mar abierto, sino a una ría. Pero las penas con pan son menos. Junto al albergue había un mercado nocturno con muchos puestos de comida donde pude continuar mis probatinas culinarias a precios de risa. 

 Antes de irme a dormir, reservé un tour para el día siguiente que incluía nada menos que 7 islas. De hecho, en la entrada del alojamiento había un tablón con todas las excursiones y viajes disponibles. Me tentó visitar Kuala Lumpur, la capital de Indonesia. Pero es algo que dejaré para mejor ocasión.

El sudeste asiático a mis pies

 Al entrar en mi habitación noté un frío glacial. No es que me hubiera visitado un espectro. El aire acondicionado estaba a tope y no se podía regular desde la habitación. Genial. Me tuve que poner toda mi ropa para conseguir conciliar el sueño.

 La calma y la calidez humana del retiro habían dado paso al ajetreo viajero y la frialdad de mi habitación. ¿Serían suficientes los espectaculares paisajes costeros y el clima tropical para calmar mi espíritu y calentar mi cuerpo?

viernes, 30 de mayo de 2025

RETIRO EN WAT UMONG: VACACIONES DENTRO DE LAS VACACIONES

  Hace unos años, un vecino me comentó que, en su visita a Tailandia, estuvo unos días meditando en un templo budista. También me contó que lo primero que hizo cuando salió fue pillarse una cogorza, pero me quedé más bien con la primera parte. Así que lo del retiro fue una de las actividades que quise incluir a toda costa en mi periplo tailandés. 

 Mis pesquisas antes del viaje me ofrecían unas cuantas alternativas para vivir esa experiencia. Pero también me habían advertido que algunas de ellas eran trampas para turistas. Nada más llegar a Chiang Mai, volví a retomar el asunto, teniendo en cuenta que había algunos templos en zonas remotas a los que hubiera sido complicado acceder. Tras la pertinente criba, contacté con un par de templos por correo electrónico. Ambos me contestaron con rapidez y amabilidad. Uno de ellos era para una jornada intensiva, y el otro, para un retiro cuya duración mínima tenía que ser de 3 días. Ya que estábamos allí, no dudé en solicitar plaza en el segundo, aunque ello me iba a obligar a condensar un poco el resto de mi viaje. No me confirmaron, pero en el correo que me habían enviado me decían que simplemente me tenía que presentar allí antes de las 8:30 y solicitar mi admisión. No las tenía todas conmigo, pero no me quedaba otra que presentarme allí y confiar en Buda.

 El templo Wat Umong estaba situado a unos 5 kilómetros de mi albergue. Es una distancia totalmente paseable en condiciones normales. Y estas lo eran, aunque hubo un momento de incertidumbre al tener que cruzar una avenida. Como he dicho en alguna entrada, los pasos de cebra en Tailandia están de adorno. En este caso, y no teniendo alternativa posible, tuve que esperar más de 5 minutos y hacer un sprint de los míos para pasar, ya que el flujo de vehículos no cesaba. ¿Qué será en este país de las personas con movilidad reducida y que no dispongan de coche? Mejor no pensarlo.

 Proseguí mi camino, por animadas avenidas hasta que me desvié por una calle que llegaba a las faldas de una colina. Allí me encontré con la entrada de las dependencias de templo. Aunque está situado dentro del casco urbano de Chiang Mai, el hecho de que el recinto esté situado en medio de un bosque, da una sensación de retiro muy apropiada para la desconexión. Lástima que se encuentre muy cerca del aeropuerto, con el consiguiente ruido que generan las aeronaves.

 Fui a la caseta de recepción y, afortunadamente, me admitieron como miembro de pleno derecho en el templo. Contraté una estancia de tres días y me condujeron a mi habitación. Lo que en tiempos se hubiera dado en llamar cutre o miserable, hoy en día se dice minimalista. En este caso, mi humilde pieza de 2x2 metros solo contaba con un colchón plegable tirado en el suelo y una percha para colgar la toalla. Nada más hace falta cuando uno busca lo esencial. 

Preparado para el desafío
  Cada día, a los nuevos miembros se les instruye sobre las normas y la forma de meditar. Como ese día yo era el único que entraba, fui el único alumno de la sesión, impartida por un simpático y respetable ancianito. Para mí fue todo un lujo que un monje budista me dedicara una hora de su tiempo, y sus enseñanzas no cayeron en saco roto.

 Una vez instalado en mi pequeña pero acogedora morada, tocaron una campana que llamaba a la comida. Hubo varias cosas que me llamaron la atención. La primera es que, aunque se podía escoger esa opción, la comida no era vegetariana. Y la segunda es que comíamos sentados en el suelo, apoyando la bandeja en una repisa. Y lo que más me sorprendió fue ver a una participante del retiro consultando el móvil en plena colación. Las normas recomendaban abstenerse de usar el teléfono, pero en este retiro se dejaba libre albedrío. En cualquier caso, para mí fue una oportunidad de desconectar de muchas cosas.

Cartas desde mi celda

 Los horarios eran bastante estrictos. Nos levantábamos a las 5:30 de la mañana, sólo había dos comidas al día y no se permitía comer después del mediodía. Mis muchos años de ayuno intermitente hicieron que pudiese llevar bastante bien estos largos periodos sin probar bocado. Se hacían 4 sesiones de meditación, que podían ser de una hora o de una hora y media, para totalizar las 5 horas y media diarias. Las primeras sesiones se me hicieron complicadas, sobre todo por mantener la postura. Pero la motivación de estar en ese entorno, y la ayuda de Buda, hicieron que mi mente se mantuviera en el foco y mi cuerpo se adaptara rápidamente a la inmovilidad. Aun así, había momentos que me tenía que levantar y daba paseos meditativos por la sala sin perder la concentración. Un par de veces al día nos hacían barrer el lugar (se acumulan muchas hojas y follaje) y por la noche, antes de meditar hacíamos cantos budistas.

Horarios estrictos

 Tanto o más interesante que la actividad, era la gente que me pude encontrar. A Tailandia se puede ir por muchos motivos: consumir prostitución, visitar playas de enjundia, montarse en elefantes o últimamente, para tomar marihuana impunemente. En este caso, me encontré gente de diversas partes del mundo con el objetivo de profundizar en su trabajo interior. No es de extrañar que me sintiera mucho más cómodo con ellos que, por ejemplo, con la gente con la que había ido a visitar la cascada unos días antes. En el templo nos juntamos personas de todas las edades y de muy diversas procedencias (incluida una chica de Madrid, ¡qué pequeño es el mundo!). En teoría, las reglas monásticas exigían el silencio, pero creo que hubiera sido un error no aprovechar la ocasión para congeniar con personajes tan peculiares. 

En busca de la iluminación

 Precisamente el tema del silencio fue el causante del único momento complicado del retiro.  Estábamos charlando unos cuantos en el patio, cuando una mujer ucraniana nos recordó de malas maneras que no estaba permitido hablar. Inmediatamente se enfrentó a ella una joven y fogosa colombiana. Dos caracteres fuertes chocaron. Al principio de forma verbal. Pero no tardaron en llegar a las manos ante nuestro asombro. Las separamos, no sin esfuerzo, y quedó un ambiente de tensión en el lugar. Ambas abandonaron el retiro en un breve plazo. Nunca me hubiera esperado un acontecimiento así en un sitio como ese.

 En el otro lado de la balanza, una monja se dirigió a una compañera y a mí y nos pidió que asistiéramos a una ceremonia al día siguiente en otra parte de las instalaciones. Se trataba de una especie de procesión con unos discursos en tailandés y lo más importante, con una comida tipo buffet de auténtica enjundia. Aproveché la ocasión para llenar mi plato con todo tipo de manjares desconocidos. Las escasas dos comidas diarias me habían dejado bastante canino. No es de extrañar que quisiera dar una segunda vuelta. Para mi desencanto, apenas quedaba comida a esas alturas. Había bastante gente, pero no tanta como para que hubieran comido tanto. Hasta que me di cuenta de que muchas personas habían acaparado comida y se la habían guardado en bolsas para llevar. Dejando aparte la decepción por no haber podido repetir y que no me enteré de nada de lo que decían en la ceremonia, fue una experiencia interesante. Y que me hubieran elegido para acudir dio fe de mi buena adaptación a la doctrina budista. 

Como si me hablan en tailandés...

 Más allá de un momento puntual, estos tres días fueron para mí como unas vacaciones dentro de las vacaciones. Agradecí tener unos días en los que no tuviera que planear nada ni tomar decisiones.  Las largas sesiones de meditación templaron mis nervios y alimentaron mi espíritu. El viaje interior demostró ser tanto o más fructífero que el exterior.

 Al tercer día me tocaba abandonar el retiro. Me dio pena abandonar un lugar donde había estado tan a gusto y había conocido a gente tan cercana. Pero una de las enseñanzas del budismo es la de no aferrarse a nada y evitar el apego. Con ese consuelo, que en ese momento me parecía magro, volví a la realidad y al ajetreo de las bulliciosas calles de Chiang Mai. Para amortiguar un poco mi aterrizaje, visité un templo que me quedaba de camino para rendir un último culto a Buda. Quedaban muchos lugares por visitar y muchos acontecimientos por vivir en mi viaje. Pero después de este retiro, no los iba a ver de la misma manera.

jueves, 17 de abril de 2025

CHIANG MAI: TEMPLOS, CASCADAS, PAPAYAS ARDIENTES Y BATIDOS ALTOS EN CALORÍAS

   Afortunadamente, mi siguiente desplazamiento en autobús no partía de la estación 2 de Chiang Rai (más allá de donde Nuestro Señor Jesucristo perdió el chaleco), sino en la 1, situada a un breve paseo de mi albergue. Esta vez, la compañía de transportes no fue tan rumbosa como en mi viaje desde Bangkok, pero por lo menos me llevó eficazmente a mi destino sin ningún contratiempo. Las anodinas llanuras del sur del país que me había encontrado al principio de mi viaje tornaban a exuberantes montañas repletas de verdor en esta zona.

 Sin llegar al nivel de Bangkok, ya se veía que Chiang Mai iba a ser una ciudad más bulliciosa y ajetreada que su semihomónima Chiang Rai. Afortunadamente, en este caso la estación de autobuses estaba a una distancia asumible de mi albergue. Un paseo de 40 minutos a 30 grados es un evento placentero comparado con tomar un taxi. Y más si a mitad de camino puedo seguir con mis probatinas culinarias. En este caso se trataba de un bollo relleno de crema de taro. Delicioso.

 Mi albergue estaba situado extramuros de la ciudadela, la parte antigua de la ciudad rodeada por una imponente muralla de forma rectangular. Si mis alojamientos de Bangkok destacaban por un diseño moderno y un toque de calidad, no se puede decir lo mismo del de Chiang Mai, con una apariencia bastante cutrecilla. Eso sí, presentaba un detalle importante: las camas no estaban dispuestas en literas y, además de tener una apreciable distancia entre ellas, contaban con una cortinas que aumentaban la sensación de intimidad.

 De entre todos los huéspedes, me llamó la atención una jovencita y animosa china, que llevaba un mes viviendo en la ciudad, y parecía encantada. Yo solo iba a estar dos días, así que no tardé en salir de exploración e internarme dentro de las murallas. Pronto me di cuenta de que Tailandia es un pañuelo, y nos conocemos casi todos. Me topé con un integrante del tour por Chiang Rai, al que, por cierto ya me había encontrado en la estación de Chiang Mai al llegar. Se trataba de un neerlandés ya talludito, que se mostró muy cordial y contento de compartir unos momentos con alguien que no fuese él mismo. Incluso me invitó a visitarle a su casa de los Países Bajos cuando quisiera.

Templos y más templos

 Mi pateada por la ciudad, no me dijo gran cosa. Templos por doquier, puestos callejeros de comida a tutiplén y bastantes turistas. Por lo menos estas calles intramuros eran bastante apacibles y se podía pasear con tranquilidad. Esta quietud se vio alterada cuando, en un pequeño mercado nocturno de comida local me decidí a probar una ensalada de papaya. El cocinero, tan joven que creo que en Europa sería delito tenerlo como empleado, me preguntó si la quería picante. Le dije que muy poco. El muy capullo se despachó a gusto con la guindilla, o lo que demonios echase en el plato. Así, una, en apariencia inofensiva, ensalada, se convirtió en una poderosa arma que venció mi resistencia. Mientras tanto, el cocinero y un colega suyo no podían disimular la risa. Poco se podían imaginar que tamaña descortesía iba a amenazar la supervivencia de su local, habida cuenta de que mi reseña en este blog les quitará muchos de sus potenciales clientes.

El lugar del "crimen"

 Media ensalada de papaya no llena mucho, así que visité otro local cercano, esperando mejorar mi experiencia culinaria. En este caso, pedí un pollo birmayi, pero las jovencísimas, casi bordeando la ilegalidad, empleadas me dijeron que no les quedaba pollo, y me preguntaron si no me importaba que en su lugar pusieran ternera. Como no soy especista, accedí. En mala hora, Ya que la carne correosa no me ayudó a olvidar la desazón que me produjo la ardiente papaya. Y para postre, a la hora de pagar, me endosaron 20 baths de más. Ante mi reclamación, me explicaron como pudieron (apenas hablaban inglés) que al ponerme ternera en lugar de pollo se había incrementado el precio. Apenas eran 50 céntimos de euro, pero me dio por saco que no me lo hubieran dicho de antemano, además de que ya venía "caliente" de mi anterior colación y de que la ternera era de una calidad más que dudosa. Dada su bisoñez, tampoco me quise ensañar con ellas, así que pagué religiosamente los 20 baths de más, dejándoles ver que esas cosas se tienen que avisar con antelación.

 Chiang Mai no me había recibido como me merecía. Menos mal que al llegar de vuelta al albergue, me encontré con un simpático a la par que amistoso huésped con el que tuve una animada charla en el porche. Además me sirvió para ocupar la mañana del día siguiente, ya que me propuso hacer una excursión a unas cascadas cercanas, que organizaba un hostel donde se alojaba una amiga suya.

  Mi reloj biológico ya se estaba aclimatando al huso horario tailandés, lo que sumado a la tranquilidad y amplitud de mi habitación resultó en un merecido y necesario descanso para afrontar una intensa jornada, que empezó con un paseo de unos 20 minutos con mi compañero galo hasta un albergue cercano en el que, a diferencia del mío, se anunciaban numerosas actividades. No pusieron ninguna pega para que, como foráneos, nos sumáramos a esta. Así, tras un tiempo de espera nos invitaron a subir a la parte trasera de una furgoneta de bancos corridos. Si el día anterior me habían sorprendido la normativa tan laxa en materia laboral, en este caso lo hacía la de seguridad. Estábamos en plena carretera sin ningún tipo de sujeción. Cualquier frenazo hubiera podido tener graves consecuencias. Pero rememorando la biografía del ciclista Lauren Fignon, éramos jóvenes e inconscientes. Así que lo pasamos pipa charlando y observando los bellos paisajes que aparecían ante nuestra vista.

Bonitos paisajes

  A diferencia de la mayoría de las cascadas, en que como mucho te puedes poner debajo, en la de Bua Thong se puede trepar por ella, gracias a la rugosidad de los materiales de la roca. Esto hace la visita más entretenida, y lo pasamos muy bien subiendo contracorriente, cual si fuéramos salmónidos.

Trepando espero

  
A la vuelta en Chiang Mai fuimos a un restaurante en el que la buena calidad de la comida, su bajo precio y el buen trato sirvieron con creces para restablecer la muy negativa impresión que había dejado en mí el día anterior la gastronomía chiangmaiesa.
Así, sí

 Hasta ahora, todas mis interacciones no comerciales habían sido con gente extranjera. Había que hacer algo para remediarlo. Así que eché mano de la aplicación de pototeo para recurrir a uno de mis contactos. Se trataba de una chica que tenía una tienda de batidos de fruta. Y además pensaba hacerlo sin avisar.  ¿No les ha pasado a ustedes que han acudido a una cita y en el momento del encuentro han deseado desaparecer de la escena? Esa prerrogativa podía tener si aparecía en el establecimiento como un cliente más. A veces me asusto de lo astuto y maquiavélico que puedo llegar a ser.

 La "smoothería" estaba situada cerca de la estación de tren, bastante lejos de donde me encontraba. Cualquier excusa es buena para darse una pateada de enjundia. Lo malo es que la hora del cierre se acercaba, por lo que tuve que apretar el paso. Al llegar, mi gozo y toda mi astuciosa estrategia se vinieron abajo. La tienda estaba ya cerrada, a pesar de que, en teoría, faltaban 5 minutos para el cierre. Habiendo perdido definitivamente el factor sorpresa, le mandé un mensaje a mi "amiga". Me dijo que se había ido antes de la tienda y que ya estaba en casa.  Con poco que perder, y pensando en darle un sentido a mi esfuerzo por llegar hasta allí, le pedí que nos viéramos, aunque solo fuera para saludarnos. Sorpresivamente aceptó y me dio su dirección. Estaba muy cerca, así que en menos de 5 minutos estaba llamando a su puerta. La cosa tenía su emoción. Primera cita directamente en casa de la chica. Gloria o muerte.

 Al abrirse la puerta, pensé que me la habían colado. Las fotos de la aplicación mostraban a una mujer ciertamente de talla grande, pero bastante guapa. La persona que me recibió solo mostraba la primera característica. Afortunadamente, estaba bastante cansada y a punto de irse a dormir, por lo que no se llegó a producir ninguna situación incómoda. Hablamos dos o tres minutos y prácticamente me dejó claro que lo único que le apetecía en esos momentos era usar la cama, y no precisamente para actos lujuriosos. Nada más salir, volví a mirar sus fotos y me di cuenta de que, efectivamente, era ella. Pero con filtros y con maquillaje. Como el día y la noche. Se supone que algún día sentaré la cabeza. Mientras tanto me tocará pasar por experiencias como esta.

 El resto de la jornada lo dediqué a pasear sin rumbo por el centro. Habiendo ya explorado lo que la ciudad me podía ofrecer, tocaba el turno de explorar mi propio interior. Y ese iba a ser un viaje, tanto o más interesante que el exterior.

jueves, 20 de marzo de 2025

CHIANG RAI: TEMPLOS DE COLORES, TRIÁNGULO Y ALBERGUE DE ORO

 El trayecto en taxi hasta mi albergue, aparte de ser un tanto accidentado, me sirvió para hacerme a la idea de que la ciudad de Chiang Rai no parecía que pudiera dar mucho juego. Por ello, nada más llegar a mi alojamiento reservé una ruta turística en furgoneta por la región para el día siguiente.

 Habiendo pagado mi albergue en efectivo y previendo que debía hacer lo propio en la excursión, salí en busca de un cajero para tener algo de dinero contante y sonante en mi bolsillo. Para viajar a Tailandia es mejor llevar euros y cambiar a baths, que sacar dinero en los cajeros, ya que cobran una comisión bastante alta. A esas horas las casas de cambio estaban cerradas, por lo que solo me quedaba la opción del  cajero. Entre que algunos de ellos no funcionaban y que otros no me admitían una de mis tarjetas y tuve que volver a por otra al albergue, estuve más de una hora pululando por las casi desiertas calles de Chiang Rai. Nada que ve con la bulliciosa Bangkok, que a todas horas presenta una incesante actividad. 

 Mis viajes son un no parar. Lo normal tras la paliza del día anterior hubiera sido tomarme un día de descanso para recuperarme. Pero para eso ya tengo mi trabajo de funcionario. Así que a las 7:30 de la mañana ya estaba tomando un modesto pero nutritivo desayuno que me preparó la madre de la dueña del hostel. Poco antes de las 8 pasó a recogerme una furgoneta que, tras un periplo por distintos alojamientos de la ciudad salió de la misma en dirección sur. Tras un breve trayecto, llegamos a nuestra primera parada del día, el Templo Blanco o Wat Rong Khun. Es un recinto que se empezó a construir en 1997 y que aún no está terminado. Se trata de una propuesta personal de un artista que dio rienda suelta a su creatividad para hacer una obra muy singular y un tanto inquietante.

Templo Blanco: parece que no me acaba de convencer

 Nada más llegar vi que había una casa de cambio a precios razonables. De haberlo sabido me hubiera ahorrado la comisión y el peregrinaje en busca de cajeros del día anterior.

 Nuestro siguiente hito fue la visita al Templo Azul o Wat Rong Suea Ten. También se trata de un templo moderno, pero de corte más clásico. Como se suele decir, y en este caso con bastante propiedad, para gustos, los colores. El templo Azul me gustó mucho más que el Blanco y sobre todo me transmitió mucha más sensación de paz, que es lo que se supone que tiene que aportar un recinto sagrado.

Templo Azul 🙏

 Si al artista que había diseñado el Templo Blanco daba la impresión de que se le había ido un poco la pinza, al que diseñó nuestra siguiente visita (Templo Negro o Museo Bandaam) se le había ido totalmente. Se trataba de un conjunto de 40 edificaciones de color negro tan turbadoras como inclasificables. Además, en uno de los edificios había cuadros del mismo artista en los que, usando un código QR, se podían ver en movimiento. Paranoia total, aunque no se puede negar la originalidad y el impacto de la propuesta. 

Autor del Templo Negro: ¿Se está riendo de nosotros?

 El precio de la excursión incluía la comida, que hicimos en un modesto restaurante cercano al museo. Se trataba de un buffet libre de comida local que, como acostumbro a hacer, fue convenientemente amortizado.

 El momento más embarazoso del día fue la visita al poblado de las "Mujeres Jirafa". Como su nombre sugiere, se trata de unas señoras que se ponen aros metálicos en el cuello que con el tiempo se estira de forma sorprendente. El precio de entrada al poblado (nada barato) y el hecho de que lo único que se pudiera hacer en ese poblado era comprar recuerdos, dio al traste con toda ilusión de contemplar algo auténtico. Cada uno se gana la vida como puede. Y esas mujeres, que por lo visto tuvieron que salir por patas de la vecina Camboya, tienen su "modus vivendi" en vender objetos a los muchos turistas que pasan por el lugar. Muy respetable, pero este tipo de cosas son por las que huyo siempre que puedo de los viajes organizados.

Poblado trampa
   El siguiente hito de la jornada también contenía su particular "encerrona", aunque bastante más liviana. Se trataba de una plantación de té. En la demostración se nos permitió probar tres tipos de té que junto a un gran número de productos derivados de la planta, se vendían en la tienda. Las colinas en las que se habían formado unas terrazas para plantar la popular infusión formaban un paisaje de singular belleza, pero apenas se nos dio tiempo para contemplarlas.
¿Té gusta?

 Hasta ahora podía decir que la excursión me estaba dejando un sabor agridulce, añadido al amargo del té. Menos mal que nos esperaba el que, para mí, fue el plato fuerte de la excursión. Tras un buen rato de trayecto en la furgoneta, encontramos un caudaloso río a nuestra derecha. Se trataba del Mekong, y al otro lado se podía ver una ciudad con grandes rascacielos. Nos estábamos acercando al Triángulo de Oro, y la ciudad que adivinábamos en la otra orilla estaba situada en Laos. Más adelante, paramos en una localidad bastante animada (Sop Ruak) y subimos a una colina. Desde la cima, además de ver Laos, a un lado, al otro podíamos ver Myanmar. Estábamos situados en una triple frontera. Esta peculiar situación hizo que, en su día, esta zona fuese un lugar de contrabando, especialmente de sustancias estupefacientes. 

 Fue precisamente en un lugar tan exótico donde una pareja de turistas me preguntaron si era de Huesca al ver mi camiseta. Eran colombianos y vivían en España. Me comentaron que solían ir a Bierge de vez en cuando. El globo terráqueo se nos queda pequeño.

Primer plano: Tailandia; izquierda, Birmania; derecha: Laos
 Más allá de la belleza de las vistas, el lugar me pareció muy sugerente, tanto por su localización como por su nombre y también por las historias que se contaban sobre el mismo. Para meternos más en ambiente, visitamos un museo dedicado al tráfico de opio. Como contrapunto a tanto vicio, en mi visita al  pueblo pude contemplar un Buda gigante que vino a poner un poco de orden en este sindiós.
Un Buda es lo que hacía falta aquí

 La incursión en el Triángulo de Oro fue la última etapa de nuestro periplo por la zona. Dejando aparte alguna que otra trampa, tan comunes en este tipo de actividades, fue una buena experiencia. Pude ver muchos lugares a los que, yendo por mi cuenta, hubiera sido complicado acceder.

 A la vuelta en Chiang Rai me esperó una sorpresa que iba a redondear la jornada. Esa noche se organizaba una cena en el albergue. Habían comprado comida y en ese momento había gente preparándola. Todo a cuenta de la casa. Además de cenar gratis, el evento me sirvió para socializar y disfrutar de un ambiente inmejorable con personas de muy distintas procedencias. Esto no hay hotel de lujo que lo consiga.

Cena de enjundia


viernes, 7 de marzo de 2025

TOCANDO EL CIELO EN BANGKOK

 Como había decidido estar un día más en Bangkok, necesitaba reservar una noche más. Lo intenté en mi albergue, pero estaba completo. Así que hice de la necesidad una virtud y busqué alojamiento cerca de la estación de autobuses, situada unos kilómetros al norte. Antes de hacer el cambio, aproveché para visitar el templo cercano de Wat Pho, que destaca por la presencia de un Buda gigantesco tumbado de 46 metros de largo bañado en oro. Ciertamente, la escultura es impresionante, aunque el resto del templo, quizá porque ya había visto unos cuantos, no me llamó mucho la atención.

¡Peazo Buda!

 Un acto en teoría tan complejo como una mudanza, se facilita enormemente cuando todo el equipaje se limita a una mochila. Mi morada por tres días había cumplido su cometido con creces, aunque no fue un lugar que facilitara mucho la socialización. 

 Un viaje de algo más de media hora en metro me dejó en la estación de Kamphaeng Phet, en la zona de Chatuchak, conocida por albergar el mercado más grande del país y uno de los más grandes del mundo. Contuve mis ganas por visitarlo y caminé unos 15 minutos hasta mi albergue. El entorno donde se encontraba, difícilmente podría ser más inhóspito, junto a una autovía y una carretera elevada. Pero como se suele decir de las personas (sobre todo cuando son poco agraciadas físicamente), lo importante es el interior. Y en este caso, puedo decir que las instalaciones del alojamiento, muy modernas a la par que acogedoras, estaban muy por encima de su ubicación. Apenas iba a tener tiempo de aposentarme. Enseguida me dirigí al mercado Chatuchak, que solo abre los fines de semana. Afortunadamente, ese día era domingo y el mercado lucía en todo su esplendor. Más de 10.000 puestos, 27 secciones, 140.000 metros cuadrados... El Rastro de Madrid es una broma comparado con esto. 

El mercadillo de los domingos

 Tanto por comprar y tan barato...y yo limitado por una mochila que ya estaba casi al tope de su capacidad. Por ello no me detuve mucho en los puestos. Me limité a dar un paseo para palpar el ambiente, muy animado como era de esperar, y llené el único habitáculo que aún disponía de sitio: mi estómago. Y tampoco me sobraba el tiempo, así que me conformé la degustación de un par de platos mientras caminaba y observaba las marabuntas humanas entregadas al consumismo más desaforado. 

  A las 5 había quedado con mi cita del día anterior en la zona de Silom. Se trata de un área de oficinas repleta de rascacielos. La idea era subir a uno de ellos para observar las vistas desde la terraza de la cafetería de un hotel. Las primeras vistas que me llamaron la atención fueron las de mi amiga con su modelito rojo para la ocasión. No desmerecían tampoco las que ofrecía Bangkok visto desde las alturas, y más cuando la luz del atardecer dio paso a la ciudad iluminada. 

Mi amiga Biw: mucho lady y poco boy

 Así que allí estaba yo, lamentando no ser estrábico por momentos, teniendo que dividir mi atención entre la belleza natural de mi cita y la artificial que ofrecía Bangkok en el anochecer. Dejando aparte consideraciones estéticas, la conversación fue muy agradable y las horas que pasamos en el local se me pasaron volando. 

Uno no sabe a donde mirar
  Sé que ustedes, mis queridos lectores, están esperando que les desvele detalles de nuestra interacción íntima, caso de haberla habido. Siento decepcionarles. La velada acabó en una despedida a pie de calle y cada mochuelo a su olivo. Pero no pierdan la esperanza, ya que yo tenía que volver a Bangkok y por ambas partes se veía con buenos ojos continuar donde lo habíamos dejado.

 Como se suele decir, el pototeo, aunque no sea consumado como fue el caso, da hambre. Así que aproveché la presencia de un supermercado 7 Eleven cerca de mi albergue para improvisar una cena de enjundia con platos preparados a precios de risa. La cadena es omnipresente en todos los rincones del país. Todos los establecimientos cuentan con un microondas que permiten calentar los productos que se adquieren allí, lo cual es perfecto para un niunclavelista como el que escribe. Un agujero más en el cinturón en un país que ya de por sí lo  permite apretar bastante.

 A la mañana siguiente me tocaba abandonar Bangkok. Gracias a mi astuciosa idea a la hora de elegir la ubicación del hostel, pude ir andando a la estación de autobuses. Eso sí, fue un paseo un poco largo y no muy agradable, teniendo que atravesar autovías muy cargadas de tráfico.

 Me esperaba un largo viaje de más de 12 horas al norte del país, así que más me valía que el autobús fuese cómodo. Afortunadamente, los asientos eran amplios y no se había montado mucha gente. Además, al poco tiempo de arrancar, una azafata nos obsequió con una caja que contenía un bollo y una chocolatina a modo de desayuno, además de una botella de agua. 

Que tomen nota los de la Oscense

 Me hice una idea del abrumador tamaño de Bangkok comprobando que el vehículo empleó sus buenos 40 minutos en abandonar el paisaje urbano y para internarse en las interminables llanuras tailandesas. A medio camino paramos en un área de servicio para comer. El almuerzo estaba incluido en el billete. Tailandia me seguía dando sorpresas, y casi siempre positivas.

 Así, entre convites, paradas en algunas localidades para recoger y dejar viajeros y observando los paisajes tailandeses se me pasaron las 12 horas de trayecto. Todo había ido como la seda, aunque aún me faltaba un escollo que superar. El autobús nos dejó en la estación Nº 2 de Chiang Rai, muy distante del centro de la localidad, incluso para pateadores de enjundia como yo. A esas horas de la noche la estación estaba desierta y no había transporte público, por lo que me vi obligado a reservar un taxi utilizando Grab. Esta aplicación funciona bastante bien, aunque tiene el problema de que te no  recoje en el punto desde el que se reserva, sino que manda a un punto de recogida cercano. Y eso en un lugar desconocido y con letreros en un alfabeto distinto puede causar confusión.

 A los 5 minutos apareció un vehículo y me monté. El taxista no hablaba ni papa de inglés, así que mi intentos de confirmar mi destino fueron vanos. Al poco vi que llegaba un mensaje a mi móvil. El conductor de Grab reclamaba mi presencia en la estación. Con mucho esfuerzo y gracias al traductor del móvil descubrimos que ambos habíamos cometido un pequeño y craso error. Yo debía haber cogido otro taxi y él debía haber recogido otro pasajero. Se empezó a poner tenso el hombre y me dijo que me tenía que dejar allí mismo, en un centro comercial. Mientras, yo estaba intentándole explicar la situación al conductor original. Le pregunté que si me podía recoger allí. Pero no estaba para muchas historias y me dijo que anulara el pedido. 

 Así que me tocó reservar otro taxi. Esta vez me aseguré de elegir un punto de recogida reconocible y comprobé la matrícula, el modelo y hasta la marca de colonia que usaba el conductor. Esta vez las segundas partes fueron buenas y pude llegar sin más contratiempos a mi albergue. Un cálido recibimiento por parte de la anfitriona y su madre me hizo sentir enseguida como en casa. El ajetreo de Bangkok, el viaje de 12 horas y el sofocón a cuenta del taxi eran ya un recuerdo del pasado.


jueves, 27 de febrero de 2025

OTEANDO LA OTRA ACERA

 Como dice el famoso refrán, "allá donde fueres, pototea lo que pudieres". Siempre es bueno dejarse guiar por la sabiduría popular. Así que previamente a viajar a Tailandia me apunté a una página llamada "Thaifriendly", con la que, según me prometían, iba a encontrar el amor. Lamentablemente, esta promesa solo se estaba cumpliendo a medias, porque lo que abundaba en los contactos que estaba consiguiendo era el amor mercenario. Eso en el mejor de los casos. Porque por otro lado, también estaban otras dizque mujeres que usaban la aplicación como cebo para engancharme en operaciones con criptomonedas. No tengo nada en contra del llamado "oficio más antiguo del mundo", ni del universo de la inversión, pero como me dijo un profesor en su día, "cada cosa a su tiempo y en su lugar". Cuando ya estaba a punto de rendirme, contacté con un perfil que trabajaba en un sector no relacionado con el lenocinio y no me hablaba de las bondades de abrirme una cuenta en Binance. Además parecía simpática y aunque digan que eso no importa, a ustedes no puedo mentirles, importa mucho, sus fotos mostraban a una persona muy atractiva. ¿Demasiado buena para ser verdad? No, era un perfil auténtico. Entonces, ¿dónde está el truco? No hay truco. Bueno, hay un detalle con cierta relevancia... Se trataba de una mujer transexual. Entonces, ante la disyuntiva de tener sexo de pago, invertir en criptomonedas bajo la tutela de una desconocida o quedar con una mujer transgénero, elegí esta última. También podía no haber hecho nada, pero yo no viajo a miles de kilómetros de mi casa para seguir con mi rutina habitual. Además, hay que tener en cuenta que la presencia habitual de "ladyboys" es algo que caracteriza al país asiático, por lo que la cita iba a tener un componente cultural costumbrista. Vamos, que si me pongo estupendo, hasta podría pedir una subvención al Ministerio de Cultura, al de Igualdad, o a ambos dos.

Un buen pototeador tiene que estar bien alimentado

 Para una cita, y más siendo poco habitual como la que tenía, hay que ir bien alimentado. Por ello, acudí a un restaurante vegetariano situado cerca de mi albergue. Que fuera vegetariano, no quiere decir que fuera inofensivo. Los platos que me pedí, guiado solamente por su aspecto visual, picaban como demonios, por lo que ni siquiera pude terminarlos. Encendido por el ardor estomacal, me dirigí a mi cita, que iba a ser en la zona de Siam. Se trata de una zona comercial situada a aproximadamente una hora de donde me encontraba. Aprovechando que tenía tiempo de sobra, decidí ir caminando hacia mi destino. Como creo que he dejado claro en mis anteriores entradas, Bangkok no es el lugar ideal para darse un paseo. Pero en este caso, dejando aparte algunos tramos de tráfico denso, pude transitar por calles más o menos soportables y observar algo del día a día de los sufridos vecinos de la capital tailandesa. En el camino me preguntaba si acudir a una cita de esas características era de ser muy hombre o muy poco hombre. Pero a estas alturas de mi vida, tampoco es que sea algo que me preocupe demasiado.

El futuro ya está aquí

 
La zona de Siam me sorprendió por su ambientación futurista. Trenes elevados, pasarelas peatonales, anuncios luminosos, rascacielos... Enseguida volví al presente en cuanto apareció mi cita. Contrariamente a lo que suele suceder, el filtro de la realidad, le sentaba mejor que el de sus fotos. Además de ser alta y tener un tipo estupendo. Con esas características, uno pensaría que se trataría de una "cara estaca" o una persona soberbia. Nada más lejos de la realidad. Se mostró muy simpática y accesible. De hecho, ese día estaba trabajando, y dejó sus faenas (no debía tener un día muy ocupado) para estar hablando conmigo durante bastante rato. Lo único malo de la cita fue la clavada que nos metieron en el local (Starbucks). Para que se hagan una idea, con lo que me costaron las dos consumiciones, me podría haber dado un masaje tailandés de una hora. Pero esa clavada se da por bien empleada por el rato tan agradable que pasé.

 Y si en el Starbucks me habían tomado el pelo de forma figurada, en otro humilde local que encontré en mi camino de vuelta, lo iban a hacer de forma literal. Un trámite como un simple corte de pelo, puede ser una nueva experiencia si se hace como parte de un viaje al extranjero. Cuando hay interés y ganas, las barreras de comunicación se salvan fácilmente. Aunque el peluquero no hablaba inglés (ni yo tailandés) nos pudimos apañar. Me enseñó unas fotos de modelos capilares y elegí un corte degradado que iba a causar furor durante mi viaje. Además, para rematar la faena, me puso una toalla caliente por el cuello y me hizo un masaje. Todo por 140 baths (4 €), que completé con una merecida propina.

Como niño con peinado nuevo

 El crepúsculo se estaba apoderando de Bangkok. La zona de Chula estaba plagada de restaurantes y puestos de comida. La desbordante vitalidad de la ciudad, que al principio me abrumaba, estaba empezando a conquistarme. A tal punto de que, aprovechando la flexibilidad con la que había programado mi viaje, decidí quedarme otro día en la capital. También influyó en mi decisión la buena disposición de mi cita para volver a vernos al día siguiente. ¿Cruzaría la última frontera?

Chula: por fin algo de turismo nominal


jueves, 13 de febrero de 2025

SEGUNDO DÍA EN BANGKOK: PENITENCIA PARA EL ALMA Y PARA EL CUERPO

 Tras la noche pecaminosa, el nuevo día me permitía expiar mis pecados relacionados con la lascivia visitando algunos de los numerosos templos con los que cuenta la ciudad.

 Mi primer destino fue el denominado Gran Palacio de Bangkok, situado a una distancia fácilmente caminable de mi albergue. Se trata de un complejo de edificios que incluye el antiguo palacio real y algunos templos. La cosa prometía, y más cuando comprobé las oleadas de turistas que se encaminaban al lugar. Miles de personas no pueden estar equivocadas. 

 El acceso al complejo es bastante raro. Se tiene que bajar por unas escaleras mecánicas a un gigantesco subterráneo desde donde se pueden tomar distintas salidas. Una de ellas lleva a la puerta del Palacio. 500 baths me costó la broma. Menos mal que se podía pagar con tarjeta. El efectivo es un valor preciado en Tailandia. En muchos sitios es la única forma de pago admitida. El caso es que no puedo decir que esos 15 € al cambio fueran una buena inversión. El conjunto monumental tenía su aquél, pero a mí no me dijo mucho. A ello contribuyó la gran cantidad de gente que abarrotaba el complejo. Casi antes de abandonarlo vi que había un museo de trajes incluido en la entrada, entre los que se podían ver modelitos de la reina de Tailandia. Fue lo único que me llamó la atención de la visita.

El Palacio no me acaba de convencer 

 A la salida del recinto me agencié un sombrero Trilby para sobrellevar el sol tropical y me dispuse a pasar el Rubicón. En este caso el Chao Prayha, que es el río que atraviesa Bangkok. En el muelle se podían coger barcos que hacen una ruta entre paradas (como una línea de metro pero por el río), unos barcos turísticos que te enseñan la ciudad  o uno que simplemente pasa de lado a lado sin complicarse la vida. Ese es el que me convenía, sobre todo por su bajo precio (4,5 baths). En un santiamén estaba en la otra margen, donde me encontré un bullicioso mercado frecuentado en su mayoría por gente local. Es curioso como a los turistas nos gusta encontrar lugares para no turistas, como si renegáramos de nuestra naturaleza. El caso es que yo estuve tan a gusto chafardeando por los puestos, con precios realmente económicos pero con la pena que supone la limitación de viajar sin una maleta digna de tal nombre a la hora de adquirir mercancías.

Atascos hasta en el río

 Di un paseo por la margen derecha del Chao Prayha hasta que me encontré con un templo (Wat Arun). En este solo cobraban 200 baths, y además daban una botella de agua con la entrada, así que decidí visitarlo. Esta vez acerté de pleno. La decoración del edificio, a base de conchas marinas, le da un toque peculiar. Además, me metí en uno de los templos, me puse en la postura del loto mirando a Buda y, por primera vez desde que había puesto el pie en el aeropuerto de Madrid, encontré la calma.

Este sí que me gustó

 Con algo más de claridad mental, volví a la margen izquierda del río tomando otro barquito desde un muelle situado junto al templo y seguí pateando la ciudad. Un turista cutre como quien les escribe no podía dejar de visitar Khao San Road, la denominada "zona de los mochileros". Se trata de un conjunto de calles repletas de bares, puestos de venta y alojamientos enfocados a los visitantes extranjeros que acuden a la capital tailandesa. Resumiendo, es un concentrado de los tópicos que uno espera cuando visita el país asiático. Contrariamente a la tónica poco amable para el peatón que caracteriza Bangkok, las calles de Khao San Road son tranquilas y apacibles para el paseo, aunque en algunos tramos la densidad de viandantes sea un poco elevada. Aproveché mi visita para hacerme con una guía de viajes de segunda mano, muy actualizada y sobre todo, a un precio más que competitivo. Ya podía visitar el país convenientemente informado.

Khao San Road

 Entre los numerosos cantos de sirena que sonaban por Khao San Road a un viajero ávido de experiencias locales como yo, destacaba el de los masajes tailandeses. La cantidad de locales que ofrecen ese servicio en el país es enorme. Como también es habitual que el personal de los mismos (mayoritariamente femenino) esté en la puerta intentando captar clientela. Si me dieran un euro por cada vez que escuché la palabra "massage" al pasar delante de una de estos locales en mi viaje, ahora sería cieneurista. 

 En este caso, hice gala de mi sangre fría, asociada a mi ya mítico niunclavelismo, para postergar la experiencia y acudir a un salón más económico, que había visto en una calle menos comercial. En el imaginario colectivo (o por lo menos el mío), la idea de un masaje tailandés implica la presencia de una señorita de muy buen ver haciendo unos pases sensuales y delicados. Ese constructo mental se empezó a resquebrajar cuando comprobé que mi masaje iba a ser realizado por un congénere. Y se derrumbó totalmente cuando el buen señor empezó a apretarme los gemelos con tanta fuerza que pensaba que me los iba a arrancar. Es que un masaje tailandés bien hecho (y este lo era) no consiste en suaves caricias. Implica presiones profundas y el uso de la fuerza. No se puede decir que pasara un rato plácido y agradable, pero la sensación que dejó en mi cuerpo fue intensa y reparadora. Y el precio, de escándalo. 250 baths (poco más de 7 euros) por una hora.

 Los masajes tailandeses, aparte de dejarte molido y provocarte agujetas por todo el cuerpo, dan mucha hambre. Nada mejor para solucionar esta circunstancia que un paseo por Chinatown. Su calle principal era un hervidero de puestos callejeros de comida, bares y restaurantes. Aproveché la gran oferta y lo competitivo de los precios para hacer probatinas de todo tipo a cuenta de mi estómago, que resistió bien el envite. Así, manjares desconocidos por mis lares españoles como bolas de taro fritas o el helado de durián engrosaron mi lista de experiencias culinarias. Con este epílogo gastronómico di por concluida mi jornada y me retiré a mi albergue, que estaba a una distancia razonable y paseable. Mis problemas para conciliar el sueño a una hora decente continuaban, pero cuando estoy de viaje siento una energía casi inagotable, por lo que no me preocupó demasiado.

Foto desenfocada de Chinatown: si no les gusta, no entienden de arte

 Bangkok seguía siendo una ciudad áspera y abrumadora, pero estaba empezando a apreciar lo mucho que puede ofrecer a quien esté dispuesto a darle una oportunidad de conocerla.