lunes, 4 de agosto de 2025

PLAYA CHAWENG: CEDIENDO A LOS CANTOS DE SIRENA

  El viaje que por un módico precio había reservado la noche anterior, incluía transporte individual desde mi hotel a un autobús, trayecto por carretera hasta un muelle y pasaje en ferry hasta la isla de Kho Samui, que iba a ser mi siguiente parada.

 Hasta ese momento, mi periplo por Tailandia había estado presidido por el buen tiempo atmosférico. Pero a ese día le dio por llover. Puestos a hacerlo, que me pille dentro de un autobús, como así fue. El viaje, de unas tres horas, incluía una parada en un área de servicio donde pude almorzar a precios de risa y contemplar una curiosa escena: un gato durmiendo plácidamente sobre unos paquetes de galletas en una tienda, sin que al dueño pareciera importarle. 

Aquí hay gato no encerrado

 El trámite para tomar el ferry fue bastante tedioso. Al llegar a la zona de embarque nos encontramos una cola de enjundia, que apenas avanzaba. Nos habían dado un billete para tomar el barco media hora después, pero en la terminal nos informaron de que el billete se podía usar en el siguiente ferry al que pudiéramos acceder. Así que poco a poco nos fuimos acercando y pudimos embarcar con bastante retraso sobre la hora prevista. Pero en Kho Samui no me esperaba nadie, así que no fue un gran problema. 

 Más breve, y mucho más agradable que la espera fue el trayecto en ferry hasta Kho Samui, toda vez que la lluvia había cesado y pude estar en cubierta y observar las bonitas vistas que nos ofrece el Golfo de Tailandia (a mí no me miren, que soy de Huesca).

 El barco nos dejó en el muelle de Nathon, en la parte oeste de la isla. Como en mis viajes me gusta complicarme un poco la vida, mi alojamiento (Chaweng Beach) estaba en la parte este. Así que aún me tocaba encontrar transporte. Varios taxistas se me ofrecieron a precios astronómicos. Buen chico yo para gastarme fortunas en taxis. Así que estuve dando vueltas por el muelle hasta que encontré una furgoneta apropiada para mis propósitos. No se puede decir que el trayecto en el atestado vehículo fuera muy cómodo, pero salió bien de precio, y me dejó en la puerta de mi alojamiento. 

 Cual si de un movimiento pendular se tratase, tras haber estado en un lugar tranquilo y sin playa como Krabi, elegí Chaweng Beach por todo lo contrario, tener playa y mucha animación. Y además mi alojamiento estaba situado al principio de la calle principal, donde se desarrollaba la marcha nocturna.  Por si esto no fuera poco,  se encontraba a un paso de la playa. Mi talento natural había dado sus frutos, la jugada prometía ser perfecta.

 El establecimiento elegido no se salía de la humildad que preside mis viajes, pero en este caso tenía un punto de originalidad. Se trataba de un hotel-cápsula, modalidad que ya había probado en Filipinas, con buenos resultados. Aunque pueda parecer un poco claustrofóbico pasar la noche en un habitáculo tan reducido, tiene la ventaja de que ofrece mayor grado de intimidad que las habitaciones comunes convencionales. Eso sí, el acceso a las cápsulas es un poco complicado y no es una modalidad muy adecuada para periodos prolongados de tiempo. 

Minimalismo habitacional

 Lo primero que hice una vez tomada posesión de mi limitado habitáculo fue darme un paseíto hasta la playa. Aunque tenía cierta belleza, no se puede decir que fuera práctica. No era muy ancha, presentaba un oleaje fuerte y apenas había gente paseando por ella, estando huérfana de bañistas. 

Playa Chaweng

 Tras la fugaz incursión playera, recorrí la calle principal de la localidad, en la que abundaban los baretos, restaurantes, tiendas de recuerdos, salones de masaje y casas de cambio.  Ya se acercaba la hora de cenar, pero yo no lo quería hacer a precio de turista, por lo que volví sobre mis pasos y busqué una zona más humilde. El largo paseo dio sus frutos, ya que pude encontrar un restaurán con bastante buena pinta. En él se ofertaba pescado a la parrilla de gran calidad y precio más que razonable.

La única alegría que me dio Chaweng

 Con energías renovadas, volví a la calle mayor. Este paseo me hizo darme cuenta de que lo que es deseado por la mayoría, no tiene por qué ser bueno para mí. Mientras paseaba por la concurrida y ruidosa calle sorteando a las masajistas o camareras que me reclamaban, y viendo los turistas borrachucios, llegué a la conclusión de que ese no era mi sitio, y cuanto menos tiempo pasara en él, mejor.

 Astuciosamente, solo había reservado una noche en la ciudad, por lo que lo único que tenía que hacer era conseguir transporte para pirarme de allí al día siguiente y seguir con mi viaje. Las alarmas saltaron cuando pregunté en una agencia y no tenían hueco para el ferry del día siguiente. Tras un rato de búsqueda, lo único que pude conseguir fue un billete para un barco que zarpaba la tarde del día posterior, pero que no se dirigía a la ciudad que quería visitar, sino a una localidad más a desmano. Ya me apañaría. Lo único que tenía claro es que no quería pasar otra noche allí.

  La jornada estaba siendo menos plácida de lo esperado. No podía quedarme con este sofoco, por lo que busqué un lugar donde recibir un masaje tailandés. Hasta ahora, mis dos experiencias habían sido con un hombre de más que mediana edad y un jovencito invidente. Era claro que ya me tocaba una fémina. Y ya puestos, que estuviera de buen ver. Así que me animé a visitar un salón donde la más fea hacía relojes. Me las prometía muy felices mientras esperaba que la joven y atractiva tailandesa que me había tocado empezara el masaje. Pronto me di cuenta de que había cometido un pequeño pero craso error. La belleza de la mujer no iba pareja a su maestría, que sin embargo era incluso superior a su actitud. El pasotismo con el que ejecutaba sus movimientos contrastaba con el énfasis en ofertarme onerosos servicios adicionales que poco tienen que ver con el masaje tradicional tailandés. En un momento de descuido, y sin previo aviso, sufrí un cambiazo. Generalmente estas situaciones son para peor, pero sorprendentemente no fue así en este caso. Mi masajista salió de la cabina, escuché una conversación, y tras un par de minutos, apareció otra damisela para continuar con la faena. Mi nueva masajista era más recatada que la anterior, y sin que se pueda decir que tuviese un don para el masaje, sí se esmeró más que su compañera e incluso me dio algo de conversación. Cuando creyó que había bajado la guardia, imitando a la anterior, volvió a la carga con los servicios extra, que volví a rechazar ya un poco molesto. Aun así me pude relajar un poco durante el masaje hasta que la amable señorita lo dio por concluido. Ciertamente, el relevo había mejorado la paupérrima impresión que me había dejado la primera parte del masaje. Pero ello no impidió que me diera cuenta de que apenas habían pasado 35 minutos desde mi entrada en tan incómodo lugar, habiendo contratado una hora. Una persona más belicosa que yo, hubiera protestado para prolongar el masaje y completar el tiempo abonado. Pero yo quería salir de allí lo más pronto posible. Me daba mal rollo el sitio y, aunque solo me había encontrado con mujeres jóvenes en el local, no descartaba que hubiera algún individuo oculto más amenazador rondando por el lugar si las cosas se ponían feas. 

 Mientras me estaba vistiendo con toda la presteza que la situación requería, volvió mi masajista dos y me dijo algo que no entendí (o quizá no quise entender). Usó su celular a modo de traductor y me pidió una propina por "haber cuidado de mí tan bien". Pocas cosas hay tan incómodas como recibir la exigencia de una propina tras un servicio, y más si este no ha sido satisfactorio. No dudé ni un instante en rechazar la petición, explicándole que había contratado una hora y apenas había llegado a la media. Pude ver la decepción en su rostro, mientras me preguntaba hasta que punto esta solicitud y las de índole sexual que me había hecho habían sido voluntarias o exigencias de la empresa. En todo caso pude salir del lugar y despedirme de las empleadas en una escena aparentemente cortés, pero dotada de una tensión que se podía cortar con un cuchillo.

 No salí del local con muchas ganas de meterme en una cápsula a dormir, por lo que volví a darme un garbeo por la calle principal. Tampoco es que hubiera mucho más que hacer por allí. Esta vez me limité a andar con paso firme sin apenas desviar la mirada hasta llegar al final de la calle (muy larga, por cierto) y volver. En algunos tramos me recordaba a la ya visitada Soi Cowboy de Bangkok, lugar de inquietante recuerdo. Así que no es extraño que apretara el paso por momentos, buscando la seguridad que me iba a dar mi alojamiento.

La Calle de los Horrores

 Por si no hubiera tenido bastante con los decibelios que dominaban la zona, las cápsulas contaban con un ventilador que no enfriaba mucho, pero que hacía un ruido bastante molesto. Mi compañera del piso inferior hizo buen uso del mismo, lo cual dificultó mi sueño, pero no lo impidió. Los cantos de sirena de la fiesta, la belleza y la juventud me habían desviado de mi camino. ¿Sería capaz de emular a Ulises y conducir mi nave a buen puerto?

martes, 8 de julio de 2025

PHI PHI: BAJO LOS TURISTAS, LA PLAYA

 Si algo ha caracterizado mi viaje por Tailandia, es que se ha ido gestando sobre la marcha. Me gusta la idea de adaptar mis rutas y paradas a las sensaciones que voy experimentando. En cambio, el problema de no tenerlo todo atado es que planificar  al paso es más incómodo que hacerlo tranquilamente desde casa. 
 Mi alojamiento de Krabi, sin ser para echar cohetes, había sido aceptable. Pero solo había reservado dos noches, y necesitaba una tercera. Probé suerte, pero estaba completo. Así que busqué otro de parecido o inferior precio, que estuviera a una distancia caminable. No hubo mucho problema, porque hasta en una ciudad tan sosainas como Krabi no faltaban lugares donde pasar la noche. 
 El único problema es que mi nueva habitación no se podía ocupar hasta las 2 de la tarde, y tenía planeada una excursión que me abarcaba todo el día. Así que me presenté en mi hotel y les pedí que me guardaran la mochila, a lo cual accedieron sin problema, pero sin mucho interés. La dejé en el suelo al lado del mostrador y el empleado no hizo ningún ademán de meterla en un cuarto de maletas o similar. Sin mucho tiempo que perder, volví a mi antiguo hostal, desde donde había apalabrado mi recogida.
 Esta vez, la furgoneta nos dejó en Ao Nang Beach, la localidad que ya había visitado el día anterior. Un improvisado tenderete comercial atendía a los diferentes tours que nuestra compañía iba a fletar. A lo largo del paseo marítimo se producían escenas similares con otros operadores. No íbamos a estar solos en las cálidas y hermosas aguas del mar de Andamán.
 Mientras hacía tiempo hasta nuestra partida, me di cuenta de que una pareja de jóvenes observaba con curiosidad mi flamante camiseta de la S.D. Huesca con la Cruz de San Jorge. Resultó que eran paisanos míos, la chica de Barbastro, y el chico, de Monzón. Somos pocos, pero nos dejamos notar.
 Nuestro destino eran las islas Phi Phi. Bajo un nombre tan pueril, se esconde uno de los archipiélagos más pintorescos con los que cuenta Tailandia. Aunque lo de esconderse, como voy a dejar claro unos párrafos más abajo, no le ha acabado de salir bien. 
 A diferencia de las islas de la jornada anterior, las Phi Phi están situadas a una considerable distancia de la costa. No fue problema para nuestra potente lancha que, en un agradable paseo de unos 30 minutos nos dejó en la proximidades del archipiélago. 
Solaz en las Phi Phi
 La visita propiamente dicha comenzó cuando la embarcación se metió en una bahía que casi formaba un lago en el interior de una isla, rodeada por acantilados. La estampa tan increíble, se vio ensombrecida por dos aspectos: la gran cantidad de barquitos que nos acompañaban y que el patrón nos ofreciera montar en una barca más pequeña para recorrer la bahía pagando un extra. El niunclavelismo fue la nota dominante en nuestra expedición, por lo que nos quedamos amarrados en una parcela de agua limitada, donde pudimos nadar y hacer un poco de submarinismo, aunque no se veía gran cosa. 
 Después nos tocaba el plato fuerte de la excursión: la visita a Maya Bay, hermosísima playa famosa por haber servido de decorado natural a la película "La Playa" (valga la redundancia). Siguiendo con el lenguaje cinematográfico, lo que nos encontramos al llegar al lugar estaba mucho más cerca de la distopía que del lugar paradisiaco que se nos mostraba en el film. 
Borreguismo nivel extremo
 Llegamos a un embarcadero del que partía un camino hecho a base de tablas que era por el que, a modo de dóciles corderitos, debíamos caminar por la senda marcada. El gentío era agobiante y para completar la desagradable sensación, una estridente voz nos conminaba a seguir el paso por megafonía para no producir atascos. Ni en la calle Preciados de Madrid en Navidad he visto tal marabunta humana. Superado el primer y agobiante atasco, se podía malamente andar por la plataforma hasta llegar a la deseada playa. Ciertamente su fama estaba justificada. Un paisaje increíble. Pero por si no fuera suficiente compartirlo con miles de personas, tampoco se permitía el baño. 
Con 5000 personas menos, estaría bonito
 Tampoco había mucho que hacer por allí, así que en poco tiempo, y sin mucha pena, ya estábamos embarcados rumbo a la mayor de las islas Phi Phi. Nos acercamos a un acantilado donde se podían ver monos y de allí nos dirigimos al único lugar que a esas alturas me apetecía ir, a un restaurante de "la capital" de las islas donde se nos sirvió el almuerzo.
 Compartí la colación con mis paisanos aragoneses, que para mayor inri, también son residentes en Madrid. Los abundantes, aunque no muy sofisticados manjares, junto a la buena compañía, sirvieron para darle lustre a una jornada que estaba siendo un tanto decepcionante. 
 Antes de haber comenzado mi viaje por Tailandia, cuando estaba preparando el recorrido, vi que existía la posibilidad de pernoctar en las islas Phi Phi. Pero por lo que pude leer en los comentarios, se trata de un destino "festivo", lo que implica mucho ruido, muchos turistas borrachos y poco descanso. Si a eso le sumamos unos cuantos miles de visitantes diurnos, el resultado es que me complací enormemente de no haber sumado este destino para pasar la noche.
 Ya de vuelta, paramos en la isla de Bambú (Phi Phi estaba cogido por los pelos, pero en este caso sí era turismo nominal con todos los pronunciamientos) donde pudimos descansar un rato en la playa. A pesar de que había bastantes turistas, me pareció un lugar recóndito y solitario, en comparación con las Phi Phi. En todo caso, después de dos tours, a mí ya todas las islas me parecían semejantes, y el paso por Bambú no me aportó demasiado.
 Este fue el último hito de nuestra travesía. En el embarcadero nos separamos en varios transportes que nos condujeron a nuestro destino. Mi furgoneta dejó al resto de los pasajeros por la redolada y me llevó a mí solo a Krabi, lo que confirma el escaso interés turístico de dicha localidad.
 Durante mi excursión había mostrado cierta inquietud por la seguridad de mi equipaje, abandonado a su suerte en el nuevo hostal. Lo que más me preocupaba era el pasaporte, que me había dejado por temor a que se mojara en la excursión. 
 Al llegar al alojamiento, me encontré con mi mochila en el suelo, tal y como la había dejado. Incluyendo su contenido, afortunadamente.
 La habitación era bastante competente. Aunque era compartida, me dio mejor impresión que la individual de los dos últimos días.
 A esas alturas de la tarde-noche, no tenía ni transporte ni alojamiento para el día siguiente. Algo que no es gran problema en un país tan preparado para el turismo como Tailandia. A dos calles, pregunté en una tienda-oficina de turismo y reservé mi transporte (que incluía autobús y barco para el día siguiente). Cumplido ese trámite, reservé alojamiento para mi siguiente destino y pude pasar tranquilo mi última noche en Krabi. Ya llevaba 3 días allí, así que casi le estaba cogiendo cariño al sitio. Me pude fijar en detalles, como el comprobar, viendo algunas mezquitas y mujeres con velo, que la religión musulmana, mayoritaria en el sur del país, empezaba a asomar por estas latitudes.
 La habitación compartida, a falta de compañía se convirtió en individual. Un lujo que aproveché para descansar en condiciones. Después de haberme movido entre multitudes, esa individualidad fue muy agradecida.

lunes, 23 de junio de 2025

TOUR DE 7 ISLAS: ATARDECER DESLUCIDO Y NOCHE BRILLANTE

 A la hora de reservar mi lugar de pernoctación en la zona, tenía dos posibilidades: Krabi  y Ao Nang Beach. La primera era una ciudad más "auténtica" y tranquila, mientras que la segunda era un centro de ocio playero. Cualquier turista medio normal hubiera elegido esta última. Pero yo, aparte de ser un poco rarito, venía de estar 3 días meditando tan a gusto. Probablemente por eso escogí Krabi. Al fin y al cabo, en el mapa aparecía como ciudad costera y pensaba que no habría tanta diferencia. Como dejé claro en mi anterior entrada, la ciudad tenía un encanto más que discutible. No me quería quedar con las ganas de ver lo que me había perdido. Así que, aprovechando que tenía la mañana libre, decidí visitar Ao Nang.

Ao Nang Beach

Para realizar el recorrido contaba con transporte público en furgoneta con bancos corridos. No es cómodo ni glamuroso, pero hace bien su función a un módico precio. Aunque al montarme en el vehículo no las tenía todas conmigo. Vi que el hombre tenía licencia de taxista y al estar yo solo, temía que me fuera a cobrar precio de taxi. Un rato después se empezó a subir más gente y mis temores se disiparon. Tras una media hora de agradable paseo, el vehículo se acercó a la costa y apareció ante mí el maravilloso espectáculo que proporcionan las formaciones kársticas en forma de islas que jalonan esta parte de la costa tailandesa. Si a eso le sumamos que la localidad de Ao Nang, además de estar en primera línea de playa (¡y vaya playa!) está bastante animada, el resultado es que me di cuenta de que había cometido un pequeño, pero craso error, al elegir Krabi como base de operaciones. Aproveché que la turistada todavía estaba durmiendo para darme un paseo por la playa y visitar un poco la localidad, en la que abundaban los garitos de fiesta. También había gran cantidad de comercios, lo que aproveché para agenciarme una mochila estanca que me iba a ser muy útil para la excursión vespertina. Esta transacción comercial fue lo más cercano que estuve al regateo, práctica muy habitual en el país, pero que intento evitar a toda costa. Pregunté el precio en dos lugares y me pidieron 300 baths. Ante mi indefinición, la segunda vendedora me dijo que me lo dejaba en 250 baths (6,5 €). Trato hecho.

Transporte de lujo

 Tan contento con mi mochila volví a la anodina Krabi y busqué un lugar donde comer. Probé el pescado por primera vez en mi viaje, que para eso estábamos en la costa y descansé un poco en el hostal hasta que me pasaron a buscar para la excursión. Una furgoneta de bancos corridos similar a la de por la mañana me recogió y fue dando vueltas por el pueblo hasta que se llenó y se dirigió a un humilde embarcadero desde donde partió nuestra aventura.

 Siete islas en una tarde me parecían muchas. Pero pronto le empecé a ver el truco al asunto. Nuestra primera parada fue en las islas Tup y Mo, dos pequeños islotes unidos por un banco de arena. Con este astucioso 2x1 comenzaba una ruta en la que nos deteníamos en islas con zona de playa llenas de turistas de otras excursiones, donde nos dejaban estar un rato y pasábamos a la siguiente. Ciertamente es toda una experiencia poder visitar esas islas en un entorno tan privilegiado como el mar de Andamán. Pero también es cierto que, una vez visitadas dos o tres, el interés empezó a decaer, por lo menos por mi parte. 

Dos islas por el precio de una

Isla de Poda

 Pero tanto ir de isla en isla, da hambre, por lo que nuestra siguiente visita era esperada con muchas ganas. Se trataba de la playa de Railay, famosa por sus bellos atardeceres. Aunque a mí lo que me motivaba es que era el lugar donde nos daban de cenar. Railay es un enclave al que, debido a la complicada orografía que lo circunda, solo es posible acceder por vía marítima. Ello no implica que sea un lugar solitario. Decenas de barquitos habían tenido la misma idea que nosotros, por lo que la playa estaba tan concurrida o más que la de Benidorm o Salou en agosto. Y para colmo, el cielo estaba nublado, por lo que el atardecer no fue tan lucido como esperamos. Por fortuna, la comida tipo buffet en un restaurante de la playa sí estuvo a la altura de mis expectativas, haciendo bueno el refrán que dice "las penas con pan, son menos".

Esperando al atardecer en Railay

Malditas nubes...

 Una buena colación no está completa si no le añadimos un buen postre. En este caso fue uno muy brillante. Ya de noche, nos alejamos un poco de la playa de Railay y el patrón detuvo el barco en medio del mar. Nos dio una pequeña charla donde nos explicó el fenómeno de la bioluminiscencia. Ciertos microorganismos que habitan en el agua emiten una luz fosforescente. Para apreciarlo basta con mover un poco las aguas. Primero nos sacó un pozal de agua del mar de Andamán y lo volcó sobre la cubierta. Allí pudimos observar estas particulares luciérnagas marinas con cientos de pequeños destellos. Pero aun mejor fue poder sumergirme en el agua y ver cómo al mover el brazo se activaban estos curiosos seres luminiscentes. No se puede decir que fuera una sorpresa, porque estaba anunciado en la actividad, pero sí me llamó la atención el detalle y el grado de luminosidad de los bichitos.

 Con este final tan espectacular concluyó la actividad. Si bien es verdad que el número de islas estaba algo inflado (aparte del 2x1, alguna isla solo se veía a la distancia), es una buena opción para darse un garbeo por el mar de Andamán y descubrir rincones de gran belleza. Eso sí, quien busque parajes recónditos o solitarios que busque en otra parte.

 Como es habitual en estos tours, y se agradece mucho, el transporte me dejó a la puerta de mi hotel. La noche en Krabi no ofrecía muchos alicientes, así que tras una visita a un par de supermercados para cenar, me retiré a mi habitación. Contrariamente a lo que me sucedió la noche anterior, el aire acondicionado que forzosamente tuve que soportar, estaba esta vez apagado, sin opción a manipularlo. O todo o nada. Como soy friolero, agradecí el calor tropical que me indujo a un sueño más que necesario. Al día siguiente tocaba otra excursión, en la que iba tener la oportunidad de tener un curioso encuentro y volver a hacer algo que es complicado en Tailandia: turismo nominal.

miércoles, 11 de junio de 2025

CITA A CIEGAS Y VUELO SIN SALIR DEL AEROPUERTO

 Antes de abandonar la ciudad de Chiang Mai, y siguiendo mi política de niunclavelismo habitual, quise hacerme el segundo masaje tailandés de mi viaje. En el albergue, una compañera china me había hablado de un local cuyos empleados eran personas invidentes. No tengo nada a favor de este tipo de personas (ni en contra). Simplemente me llamaron la atención las tarifas, muy económicas incluso para los estándares tailandeses. 

 Me costó un rato llegar al local, que no estaba muy a la vista (¿humor?). Lejos de los oropeles y las señoritas de buen ver que acostumbran a poblar estos establecimientos, éste era muy austero y espartano. También se notaba la ausencia de aire acondicionado. Apenas llegué, me mostraron una camilla para que me tumbase y vino mi masajista, un varón bastante más joven que el que me había tocado en suerte el primer día. Esta bisoñez se reflejó en su maestría a la hora de dar el masaje, sensiblemente inferior a la del anterior. Si a eso le sumamos el calor y que, en lugar de darme un traje apropiado para el masaje, lo tuviese que recibir en vaqueros, dio un resultado no muy convincente. Eso sí, me cobraron menos de 5 € la hora. En un lado de la balanza, me sentía bien por dar trabajo a personas que lo tienen más complicado y habiendo gastado muy poco. Por el otro, pensaba que por un poco más, me podía haber dado un masaje más profesional. En todo caso, fue una experiencia no exenta de interés. Y no me pude recrear mucho en ella, porque tenía que coger un vuelo ese mismo día. Siguiendo mis políticas habituales, y viendo que era un reto asumible, decidí acudir andando al aeropuerto. Que fuese asumible no quiere decir que fuese agradable. Aparte de la monotonía de las largas avenidas con su correspondiente tráfico, el calor apretaba bastante.

Abandonando Chiang Mai

 Ya en el aeropuerto, me tocó hacer una cola considerable, en las que nos juntábamos pasajeros con un mismo destino, pero en dos vuelos casi consecutivos. Estaban dando la última llamada para el anterior al mío, cuando me fijé que la persona que iba delante de mí tenía un billete para ese vuelo. Le avisé de esa circunstancia y se cambió de cola. En ese momento, nuestra fila empezó a avanzar sin freno y la suya, a pesar de ser, supuestamente, de emergencia, se atascó. Tal fue así que yo facturé antes que él, no sin sentirme bastante culpable por "ayudar" de tan mala manera a quien no me lo había pedido. Mientras estaba en la puerta de embarque, con el vuelo anterior en "ultimísima llamada", apareció el hombre tan tranquilo. No solo no acudió corriendo al embarque, sino con toda la calma del mundo, se metió al baño y con la misma parsimonia pasó la puerta de embarque en el último momento.

 En lo que concierne a nuestro vuelo, la hora de embarque se fue dilatando y salimos con un considerable retraso. No es que yo tuviera prisa por abandonar Chiang Mai, pero tenía que hacer una escala en Bangkok, y se estaba viendo seriamente comprometida. Apenas puse el pie en el aeropuerto de la capital tailandesa, me lancé a correr por los pasillos como alma que lleva el diablo. Y no fui el único, ya que algunos jóvenes que venían en mi avión hicieron lo propio. Por suerte, la salida del segundo vuelo también se retrasó un poco. Lo justo para que nos diera tiempo a embarcar. No sé lo que fue de aquellos que, en nuestra misma circunstancia, no hubieran tenido la capacidad o las ganas de correr por el aeropuerto.

 Apenas me había recuperado del sofoco, cuando nuestro avión aterrizó en Krabi, ciudad costera del sur de país, estratégicamente situada como base de operaciones para recorrer las islas del mar de Andamán. En el aeropuerto estaba disponible un servicio de transporte colectivo  mediante furgoneta. Por un módico precio me dejó directamente en mi alojamiento. Así da gusto. 

 No menos competitivo que el precio de transporte lo era el del alojamiento. Por eso, tiré la casa por la ventana y reservé una habitación individual. Era muy espartana y tenía baño compartido, pero aun así superaba mis habituales estándares.

Estampa Krabiense

 Mi paseo nocturno por Krabi me sirvió para comprobar el escaso atractivo de la localidad. La zona donde me alojaba ni siquiera tenía acceso a mar abierto, sino a una ría. Pero las penas con pan son menos. Junto al albergue había un mercado nocturno con muchos puestos de comida donde pude continuar mis probatinas culinarias a precios de risa. 

 Antes de irme a dormir, reservé un tour para el día siguiente que incluía nada menos que 7 islas. De hecho, en la entrada del alojamiento había un tablón con todas las excursiones y viajes disponibles. Me tentó visitar Kuala Lumpur, la capital de Indonesia. Pero es algo que dejaré para mejor ocasión.

El sudeste asiático a mis pies

 Al entrar en mi habitación noté un frío glacial. No es que me hubiera visitado un espectro. El aire acondicionado estaba a tope y no se podía regular desde la habitación. Genial. Me tuve que poner toda mi ropa para conseguir conciliar el sueño.

 La calma y la calidez humana del retiro habían dado paso al ajetreo viajero y la frialdad de mi habitación. ¿Serían suficientes los espectaculares paisajes costeros y el clima tropical para calmar mi espíritu y calentar mi cuerpo?

viernes, 30 de mayo de 2025

RETIRO EN WAT UMONG: VACACIONES DENTRO DE LAS VACACIONES

  Hace unos años, un vecino me comentó que, en su visita a Tailandia, estuvo unos días meditando en un templo budista. También me contó que lo primero que hizo cuando salió fue pillarse una cogorza, pero me quedé más bien con la primera parte. Así que lo del retiro fue una de las actividades que quise incluir a toda costa en mi periplo tailandés. 

 Mis pesquisas antes del viaje me ofrecían unas cuantas alternativas para vivir esa experiencia. Pero también me habían advertido que algunas de ellas eran trampas para turistas. Nada más llegar a Chiang Mai, volví a retomar el asunto, teniendo en cuenta que había algunos templos en zonas remotas a los que hubiera sido complicado acceder. Tras la pertinente criba, contacté con un par de templos por correo electrónico. Ambos me contestaron con rapidez y amabilidad. Uno de ellos era para una jornada intensiva, y el otro, para un retiro cuya duración mínima tenía que ser de 3 días. Ya que estábamos allí, no dudé en solicitar plaza en el segundo, aunque ello me iba a obligar a condensar un poco el resto de mi viaje. No me confirmaron, pero en el correo que me habían enviado me decían que simplemente me tenía que presentar allí antes de las 8:30 y solicitar mi admisión. No las tenía todas conmigo, pero no me quedaba otra que presentarme allí y confiar en Buda.

 El templo Wat Umong estaba situado a unos 5 kilómetros de mi albergue. Es una distancia totalmente paseable en condiciones normales. Y estas lo eran, aunque hubo un momento de incertidumbre al tener que cruzar una avenida. Como he dicho en alguna entrada, los pasos de cebra en Tailandia están de adorno. En este caso, y no teniendo alternativa posible, tuve que esperar más de 5 minutos y hacer un sprint de los míos para pasar, ya que el flujo de vehículos no cesaba. ¿Qué será en este país de las personas con movilidad reducida y que no dispongan de coche? Mejor no pensarlo.

 Proseguí mi camino, por animadas avenidas hasta que me desvié por una calle que llegaba a las faldas de una colina. Allí me encontré con la entrada de las dependencias de templo. Aunque está situado dentro del casco urbano de Chiang Mai, el hecho de que el recinto se halle en medio de un bosque, da una sensación de retiro muy apropiada para la desconexión. Lástima que se encuentre muy cerca del aeropuerto, con el consiguiente ruido que generan las aeronaves.

 Fui a la caseta de recepción y, afortunadamente, me admitieron como miembro de pleno derecho en el templo. Contraté una estancia de tres días y me condujeron a mi habitación. Lo que en tiempos se hubiera dado en llamar cutre o miserable, hoy en día se dice minimalista. En este caso, mi humilde pieza de 2x2 metros solo contaba con un colchón plegable tirado en el suelo y una percha para colgar la toalla. Nada más hace falta cuando uno busca lo esencial. 

Preparado para el desafío
  Cada día, a los nuevos miembros se les instruye sobre las normas y la forma de meditar. Como ese día yo era el único que entraba, fui el único alumno de la sesión, impartida por un simpático y respetable ancianito. Para mí fue todo un lujo que un monje budista me dedicara una hora de su tiempo, y sus enseñanzas no cayeron en saco roto.

 Una vez instalado en mi pequeña pero acogedora morada, tocaron una campana que llamaba a la comida. Hubo varias cosas que me llamaron la atención. La primera es que, aunque se podía escoger esa opción, la comida no era vegetariana. Y la segunda es que comíamos sentados en el suelo, apoyando la bandeja en una repisa. Y lo que más me sorprendió fue ver a una participante del retiro consultando el móvil en plena colación. Las normas recomendaban abstenerse de usar el teléfono, pero en este retiro se dejaba libre albedrío. En cualquier caso, para mí fue una oportunidad de desconectar de muchas cosas.

Cartas desde mi celda

 Los horarios eran bastante estrictos. Nos levantábamos a las 5:30 de la mañana, sólo había dos comidas al día y no se permitía comer después del mediodía. Mis muchos años de ayuno intermitente hicieron que pudiese llevar bastante bien estos largos periodos sin probar bocado. Se hacían 4 sesiones de meditación, que podían ser de una hora o de una hora y media, para totalizar las 5 horas y media diarias. Las primeras sesiones se me hicieron complicadas, sobre todo por mantener la postura. Pero la motivación de estar en ese entorno, y la ayuda de Buda, hicieron que mi mente se mantuviera en el foco y mi cuerpo se adaptara rápidamente a la inmovilidad. Aun así, había momentos que me tenía que levantar y daba paseos meditativos por la sala sin perder la concentración. Un par de veces al día nos hacían barrer el lugar (se acumulan muchas hojas y follaje) y por la noche, antes de meditar hacíamos cantos budistas.

Horarios estrictos

 Tanto o más interesante que la actividad, era la gente que me pude encontrar. A Tailandia se puede ir por muchos motivos: consumir prostitución, visitar playas de enjundia, montarse en elefantes o últimamente, para tomar marihuana impunemente. En este caso, me encontré gente de diversas partes del mundo con el objetivo de profundizar en su trabajo interior. No es de extrañar que me sintiera mucho más cómodo con ellos que, por ejemplo, con la gente con la que había ido a visitar la cascada unos días antes. En el templo nos juntamos personas de todas las edades y de muy diversas procedencias (incluida una chica de Madrid, ¡qué pequeño es el mundo!). En teoría, las reglas monásticas exigían el silencio, pero creo que hubiera sido un error no aprovechar la ocasión para congeniar con personajes tan peculiares. 

En busca de la iluminación

 Precisamente el tema del silencio fue el causante del único momento complicado del retiro.  Estábamos charlando unos cuantos en el patio, cuando una mujer ucraniana nos recordó de malas maneras que no estaba permitido hablar. Inmediatamente se enfrentó a ella una joven y fogosa colombiana. Dos caracteres fuertes chocaron. Al principio de forma verbal. Pero no tardaron en llegar a las manos ante nuestro asombro. Las separamos, no sin esfuerzo, y quedó un ambiente de tensión en el lugar. Ambas abandonaron el retiro en un breve plazo. Nunca me hubiera esperado un acontecimiento así en un sitio como ese.

 En el otro lado de la balanza, una monja se dirigió a una compañera y a mí y nos pidió que asistiéramos a una ceremonia al día siguiente en otra parte de las instalaciones. Se trataba de una especie de procesión con unos discursos en tailandés y lo más importante, con una comida tipo buffet de auténtica enjundia. Aproveché la ocasión para llenar mi plato con todo tipo de manjares desconocidos. Las escasas dos comidas diarias me habían dejado bastante canino. No es de extrañar que quisiera dar una segunda vuelta. Para mi desencanto, apenas quedaba comida a esas alturas. Había bastante gente, pero no tanta como para que hubieran comido tanto. Hasta que me di cuenta de que muchas personas habían acaparado comida y se la habían guardado en bolsas para llevar. Dejando aparte la decepción por no haber podido repetir y que no me enteré de nada de lo que decían en la ceremonia, fue una experiencia interesante. Y que me hubieran elegido para acudir dio fe de mi buena adaptación a la doctrina budista. 

Como si me hablan en tailandés...

 Más allá de un momento puntual, estos tres días fueron para mí como unas vacaciones dentro de las vacaciones. Agradecí tener unos días en los que no tuviera que planear nada ni tomar decisiones.  Las largas sesiones de meditación templaron mis nervios y alimentaron mi espíritu. El viaje interior demostró ser tanto o más fructífero que el exterior.

 Al tercer día me tocaba abandonar el retiro. Me dio pena abandonar un lugar donde había estado tan a gusto y había conocido a gente tan cercana. Pero una de las enseñanzas del budismo es la de no aferrarse a nada y evitar el apego. Con ese consuelo, que en ese momento me parecía magro, volví a la realidad y al ajetreo de las bulliciosas calles de Chiang Mai. Para amortiguar un poco mi aterrizaje, visité un templo que me quedaba de camino para rendir un último culto a Buda. Quedaban muchos lugares por visitar y muchos acontecimientos por vivir en mi viaje. Pero después de este retiro, no los iba a ver de la misma manera.

jueves, 17 de abril de 2025

CHIANG MAI: TEMPLOS, CASCADAS, PAPAYAS ARDIENTES Y BATIDOS ALTOS EN CALORÍAS

   Afortunadamente, mi siguiente desplazamiento en autobús no partía de la estación 2 de Chiang Rai (más allá de donde Nuestro Señor Jesucristo perdió el chaleco), sino en la 1, situada a un breve paseo de mi albergue. Esta vez, la compañía de transportes no fue tan rumbosa como en mi viaje desde Bangkok, pero por lo menos me llevó eficazmente a mi destino sin ningún contratiempo. Las anodinas llanuras del sur del país que me había encontrado al principio de mi viaje tornaban a exuberantes montañas repletas de verdor en esta zona.

 Sin llegar al nivel de Bangkok, ya se veía que Chiang Mai iba a ser una ciudad más bulliciosa y ajetreada que su semihomónima Chiang Rai. Afortunadamente, en este caso la estación de autobuses estaba a una distancia asumible de mi albergue. Un paseo de 40 minutos a 30 grados es un evento placentero comparado con tomar un taxi. Y más si a mitad de camino puedo seguir con mis probatinas culinarias. En este caso se trataba de un bollo relleno de crema de taro. Delicioso.

 Mi albergue estaba situado extramuros de la ciudadela, la parte antigua de la ciudad rodeada por una imponente muralla de forma rectangular. Si mis alojamientos de Bangkok destacaban por un diseño moderno y un toque de calidad, no se puede decir lo mismo del de Chiang Mai, con una apariencia bastante cutrecilla. Eso sí, presentaba un detalle importante: las camas no estaban dispuestas en literas y, además de tener una apreciable distancia entre ellas, contaban con una cortinas que aumentaban la sensación de intimidad.

 De entre todos los huéspedes, me llamó la atención una jovencita y animosa china, que llevaba un mes viviendo en la ciudad, y parecía encantada. Yo solo iba a estar dos días, así que no tardé en salir de exploración e internarme dentro de las murallas. Pronto me di cuenta de que Tailandia es un pañuelo, y nos conocemos casi todos. Me topé con un integrante del tour por Chiang Rai, al que, por cierto ya me había encontrado en la estación de Chiang Mai al llegar. Se trataba de un neerlandés ya talludito, que se mostró muy cordial y contento de compartir unos momentos con alguien que no fuese él mismo. Incluso me invitó a visitarle a su casa de los Países Bajos cuando quisiera.

Templos y más templos

 Mi pateada por la ciudad, no me dijo gran cosa. Templos por doquier, puestos callejeros de comida a tutiplén y bastantes turistas. Por lo menos estas calles intramuros eran bastante apacibles y se podía pasear con tranquilidad. Esta quietud se vio alterada cuando, en un pequeño mercado nocturno de comida local me decidí a probar una ensalada de papaya. El cocinero, tan joven que creo que en Europa sería delito tenerlo como empleado, me preguntó si la quería picante. Le dije que muy poco. El muy capullo se despachó a gusto con la guindilla, o lo que demonios echase en el plato. Así, una, en apariencia inofensiva, ensalada, se convirtió en una poderosa arma que venció mi resistencia. Mientras tanto, el cocinero y un colega suyo no podían disimular la risa. Poco se podían imaginar que tamaña descortesía iba a amenazar la supervivencia de su local, habida cuenta de que mi reseña en este blog les quitará muchos de sus potenciales clientes.

El lugar del "crimen"

 Media ensalada de papaya no llena mucho, así que visité otro local cercano, esperando mejorar mi experiencia culinaria. En este caso, pedí un pollo birmayi, pero las jovencísimas, casi bordeando la ilegalidad, empleadas me dijeron que no les quedaba pollo, y me preguntaron si no me importaba que en su lugar pusieran ternera. Como no soy especista, accedí. En mala hora, Ya que la carne correosa no me ayudó a olvidar la desazón que me produjo la ardiente papaya. Y para postre, a la hora de pagar, me endosaron 20 baths de más. Ante mi reclamación, me explicaron como pudieron (apenas hablaban inglés) que al ponerme ternera en lugar de pollo se había incrementado el precio. Apenas eran 50 céntimos de euro, pero me dio por saco que no me lo hubieran dicho de antemano, además de que ya venía "caliente" de mi anterior colación y de que la ternera era de una calidad más que dudosa. Dada su bisoñez, tampoco me quise ensañar con ellas, así que pagué religiosamente los 20 baths de más, dejándoles ver que esas cosas se tienen que avisar con antelación.

 Chiang Mai no me había recibido como me merecía. Menos mal que al llegar de vuelta al albergue, me encontré con un simpático a la par que amistoso huésped con el que tuve una animada charla en el porche. Además me sirvió para ocupar la mañana del día siguiente, ya que me propuso hacer una excursión a unas cascadas cercanas, que organizaba un hostel donde se alojaba una amiga suya.

  Mi reloj biológico ya se estaba aclimatando al huso horario tailandés, lo que sumado a la tranquilidad y amplitud de mi habitación resultó en un merecido y necesario descanso para afrontar una intensa jornada, que empezó con un paseo de unos 20 minutos con mi compañero galo hasta un albergue cercano en el que, a diferencia del mío, se anunciaban numerosas actividades. No pusieron ninguna pega para que, como foráneos, nos sumáramos a esta. Así, tras un tiempo de espera nos invitaron a subir a la parte trasera de una furgoneta de bancos corridos. Si el día anterior me habían sorprendido la normativa tan laxa en materia laboral, en este caso lo hacía la de seguridad. Estábamos en plena carretera sin ningún tipo de sujeción. Cualquier frenazo hubiera podido tener graves consecuencias. Pero rememorando la biografía del ciclista Lauren Fignon, éramos jóvenes e inconscientes. Así que lo pasamos pipa charlando y observando los bellos paisajes que aparecían ante nuestra vista.

Bonitos paisajes

  A diferencia de la mayoría de las cascadas, en que como mucho te puedes poner debajo, en la de Bua Thong se puede trepar por ella, gracias a la rugosidad de los materiales de la roca. Esto hace la visita más entretenida, y lo pasamos muy bien subiendo contracorriente, cual si fuéramos salmónidos.

Trepando espero

  
A la vuelta en Chiang Mai fuimos a un restaurante en el que la buena calidad de la comida, su bajo precio y el buen trato sirvieron con creces para restablecer la muy negativa impresión que había dejado en mí el día anterior la gastronomía chiangmaiesa.
Así, sí

 Hasta ahora, todas mis interacciones no comerciales habían sido con gente extranjera. Había que hacer algo para remediarlo. Así que eché mano de la aplicación de pototeo para recurrir a uno de mis contactos. Se trataba de una chica que tenía una tienda de batidos de fruta. Y además pensaba hacerlo sin avisar.  ¿No les ha pasado a ustedes que han acudido a una cita y en el momento del encuentro han deseado desaparecer de la escena? Esa prerrogativa podía tener si aparecía en el establecimiento como un cliente más. A veces me asusto de lo astuto y maquiavélico que puedo llegar a ser.

 La "smoothería" estaba situada cerca de la estación de tren, bastante lejos de donde me encontraba. Cualquier excusa es buena para darse una pateada de enjundia. Lo malo es que la hora del cierre se acercaba, por lo que tuve que apretar el paso. Al llegar, mi gozo y toda mi astuciosa estrategia se vinieron abajo. La tienda estaba ya cerrada, a pesar de que, en teoría, faltaban 5 minutos para el cierre. Habiendo perdido definitivamente el factor sorpresa, le mandé un mensaje a mi "amiga". Me dijo que se había ido antes de la tienda y que ya estaba en casa.  Con poco que perder, y pensando en darle un sentido a mi esfuerzo por llegar hasta allí, le pedí que nos viéramos, aunque solo fuera para saludarnos. Sorpresivamente aceptó y me dio su dirección. Estaba muy cerca, así que en menos de 5 minutos estaba llamando a su puerta. La cosa tenía su emoción. Primera cita directamente en casa de la chica. Gloria o muerte.

 Al abrirse la puerta, pensé que me la habían colado. Las fotos de la aplicación mostraban a una mujer ciertamente de talla grande, pero bastante guapa. La persona que me recibió solo mostraba la primera característica. Afortunadamente, estaba bastante cansada y a punto de irse a dormir, por lo que no se llegó a producir ninguna situación incómoda. Hablamos dos o tres minutos y prácticamente me dejó claro que lo único que le apetecía en esos momentos era usar la cama, y no precisamente para actos lujuriosos. Nada más salir, volví a mirar sus fotos y me di cuenta de que, efectivamente, era ella. Pero con filtros y con maquillaje. Como el día y la noche. Se supone que algún día sentaré la cabeza. Mientras tanto me tocará pasar por experiencias como esta.

 El resto de la jornada lo dediqué a pasear sin rumbo por el centro. Habiendo ya explorado lo que la ciudad me podía ofrecer, tocaba el turno de explorar mi propio interior. Y ese iba a ser un viaje, tanto o más interesante que el exterior.

jueves, 20 de marzo de 2025

CHIANG RAI: TEMPLOS DE COLORES, TRIÁNGULO Y ALBERGUE DE ORO

 El trayecto en taxi hasta mi albergue, aparte de ser un tanto accidentado, me sirvió para hacerme a la idea de que la ciudad de Chiang Rai no parecía que pudiera dar mucho juego. Por ello, nada más llegar a mi alojamiento reservé una ruta turística en furgoneta por la región para el día siguiente.

 Habiendo pagado mi albergue en efectivo y previendo que debía hacer lo propio en la excursión, salí en busca de un cajero para tener algo de dinero contante y sonante en mi bolsillo. Para viajar a Tailandia es mejor llevar euros y cambiar a baths, que sacar dinero en los cajeros, ya que cobran una comisión bastante alta. A esas horas las casas de cambio estaban cerradas, por lo que solo me quedaba la opción del  cajero. Entre que algunos de ellos no funcionaban y que otros no me admitían una de mis tarjetas y tuve que volver a por otra al albergue, estuve más de una hora pululando por las casi desiertas calles de Chiang Rai. Nada que ve con la bulliciosa Bangkok, que a todas horas presenta una incesante actividad. 

 Mis viajes son un no parar. Lo normal tras la paliza del día anterior hubiera sido tomarme un día de descanso para recuperarme. Pero para eso ya tengo mi trabajo de funcionario. Así que a las 7:30 de la mañana ya estaba tomando un modesto pero nutritivo desayuno que me preparó la madre de la dueña del hostel. Poco antes de las 8 pasó a recogerme una furgoneta que, tras un periplo por distintos alojamientos de la ciudad salió de la misma en dirección sur. Tras un breve trayecto, llegamos a nuestra primera parada del día, el Templo Blanco o Wat Rong Khun. Es un recinto que se empezó a construir en 1997 y que aún no está terminado. Se trata de una propuesta personal de un artista que dio rienda suelta a su creatividad para hacer una obra muy singular y un tanto inquietante.

Templo Blanco: parece que no me acaba de convencer

 Nada más llegar vi que había una casa de cambio a precios razonables. De haberlo sabido me hubiera ahorrado la comisión y el peregrinaje en busca de cajeros del día anterior.

 Nuestro siguiente hito fue la visita al Templo Azul o Wat Rong Suea Ten. También se trata de un templo moderno, pero de corte más clásico. Como se suele decir, y en este caso con bastante propiedad, para gustos, los colores. El templo Azul me gustó mucho más que el Blanco y sobre todo me transmitió mucha más sensación de paz, que es lo que se supone que tiene que aportar un recinto sagrado.

Templo Azul 🙏

 Si al artista que había diseñado el Templo Blanco daba la impresión de que se le había ido un poco la pinza, al que diseñó nuestra siguiente visita (Templo Negro o Museo Bandaam) se le había ido totalmente. Se trataba de un conjunto de 40 edificaciones de color negro tan turbadoras como inclasificables. Además, en uno de los edificios había cuadros del mismo artista en los que, usando un código QR, se podían ver en movimiento. Paranoia total, aunque no se puede negar la originalidad y el impacto de la propuesta. 

Autor del Templo Negro: ¿Se está riendo de nosotros?

 El precio de la excursión incluía la comida, que hicimos en un modesto restaurante cercano al museo. Se trataba de un buffet libre de comida local que, como acostumbro a hacer, fue convenientemente amortizado.

 El momento más embarazoso del día fue la visita al poblado de las "Mujeres Jirafa". Como su nombre sugiere, se trata de unas señoras que se ponen aros metálicos en el cuello que con el tiempo se estira de forma sorprendente. El precio de entrada al poblado (nada barato) y el hecho de que lo único que se pudiera hacer en ese poblado era comprar recuerdos, dio al traste con toda ilusión de contemplar algo auténtico. Cada uno se gana la vida como puede. Y esas mujeres, que por lo visto tuvieron que salir por patas de la vecina Camboya, tienen su "modus vivendi" en vender objetos a los muchos turistas que pasan por el lugar. Muy respetable, pero este tipo de cosas son por las que huyo siempre que puedo de los viajes organizados.

Poblado trampa
   El siguiente hito de la jornada también contenía su particular "encerrona", aunque bastante más liviana. Se trataba de una plantación de té. En la demostración se nos permitió probar tres tipos de té que junto a un gran número de productos derivados de la planta, se vendían en la tienda. Las colinas en las que se habían formado unas terrazas para plantar la popular infusión formaban un paisaje de singular belleza, pero apenas se nos dio tiempo para contemplarlas.
¿Té gusta?

 Hasta ahora podía decir que la excursión me estaba dejando un sabor agridulce, añadido al amargo del té. Menos mal que nos esperaba el que, para mí, fue el plato fuerte de la excursión. Tras un buen rato de trayecto en la furgoneta, encontramos un caudaloso río a nuestra derecha. Se trataba del Mekong, y al otro lado se podía ver una ciudad con grandes rascacielos. Nos estábamos acercando al Triángulo de Oro, y la ciudad que adivinábamos en la otra orilla estaba situada en Laos. Más adelante, paramos en una localidad bastante animada (Sop Ruak) y subimos a una colina. Desde la cima, además de ver Laos, a un lado, al otro podíamos ver Myanmar. Estábamos situados en una triple frontera. Esta peculiar situación hizo que, en su día, esta zona fuese un lugar de contrabando, especialmente de sustancias estupefacientes. 

 Fue precisamente en un lugar tan exótico donde una pareja de turistas me preguntaron si era de Huesca al ver mi camiseta. Eran colombianos y vivían en España. Me comentaron que solían ir a Bierge de vez en cuando. El globo terráqueo se nos queda pequeño.

Primer plano: Tailandia; izquierda, Birmania; derecha: Laos
 Más allá de la belleza de las vistas, el lugar me pareció muy sugerente, tanto por su localización como por su nombre y también por las historias que se contaban sobre el mismo. Para meternos más en ambiente, visitamos un museo dedicado al tráfico de opio. Como contrapunto a tanto vicio, en mi visita al  pueblo pude contemplar un Buda gigante que vino a poner un poco de orden en este sindiós.
Un Buda es lo que hacía falta aquí

 La incursión en el Triángulo de Oro fue la última etapa de nuestro periplo por la zona. Dejando aparte alguna que otra trampa, tan comunes en este tipo de actividades, fue una buena experiencia. Pude ver muchos lugares a los que, yendo por mi cuenta, hubiera sido complicado acceder.

 A la vuelta en Chiang Rai me esperó una sorpresa que iba a redondear la jornada. Esa noche se organizaba una cena en el albergue. Habían comprado comida y en ese momento había gente preparándola. Todo a cuenta de la casa. Además de cenar gratis, el evento me sirvió para socializar y disfrutar de un ambiente inmejorable con personas de muy distintas procedencias. Esto no hay hotel de lujo que lo consiga.

Cena de enjundia